Europa

Roma

A Europa lo que le digan

José Jiménez Lozano- Premio Cervantes

La Razón
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Está en el espíritu de nuestro tiempo la idea de de que lo que puede hacerse debe hacerse, y sencillamente porque se puede hacer; pongamos por caso levantar una casa, de la que además se dice que es funcional por definición, y esto sin saber, o sin tener en cuenta para nada, dónde se va a levantar, para qué, y para quién; pero esto es lo que parece que ha pasado con Europa.

La cosa comenzó por aquello del «pool» del carbón y del acero, la flexibilización aduanera, y medidas racionales parecidas, pero enseguida llegó el espíritu del tiempo de que hablaba, y se quiso hacer Europa en tres días; la Europa económica y la institucional, una agricultura europea, un ejército europeo y rápidamente también hasta una Europa política.

Y enseguida comenzaron a tirarse muchas cosas por la ventana, desde las mismas formas democráticas, porque por ejemplo, las grandes decisiones europeas que son tomadas por los jefes de gobierno solamente, sin intervención parlamentaria, y se instala una pesada burocracia autosuficiente. Y se renuncia también, como si tal cosa, a la famosa cultura europea y occidental y al cristianismo.

E igualmente a vista de pájaro siquiera hay que señalar los viejos egoísmos nacionales entre los europeos, el escaso o nulo avance en la liquidación de las zonas de miseria y pobreza, todavía muy llamativas, un fracaso en agricultura, el espantoso drama de la inmigración, y la apatía hacia el futuro europeo. Y, así las cosas, con razón o sin ella, el simple vocablo «Europa», que hacía solamente unas décadas sonaba a algo serio, se ha devaluado bastante, y ahora suena a veces a pura retórica de grandes nombres vacíos, por lo menos a los no implicados en su burocracia.

Y se manifiesta en actitudes que se parecen como un huevo a otros huevos, a aquellos tiempos de la caída de Roma de los que escribía el gran romanista Gaston Boissier, que ya hacía tiempo que «Roma no era Roma», y que «lo que aún seguía llamándose por costumbre el pueblo romano, (era un) pueblo miserable, que vivía de las liberalidades de los particulares o de las limosnas del Estado, que no tenía ya ni recuerdos, ni tradiciones, ni espíritu político, ni carácter nacional, ni tampoco moralidad».

Y sentía una especie de fascinación por los bárbaros que presionaban en las fronteras y cada vez más cerca, y las clases ociosas de diletantes y hartos de su propia prosperidad, que vivían en las grandes villas o eran huéspedes del banquete de Trimalción y buscaban excitantes del vivir, tenían poder político y económico, y desempeñaban sus responsabilidades como el deporte de los combates de carros en el circo, se comportaban como decía el rey godo Teodorico, de estos romanos admiradores de los bárbaros, mientras éstos lo que deseaban era instalarse en Roma; y es aviso que conviene repetir.

Porque en Europa las cosas funcionan a veces como decía un chiste acerca de una tribu de indios en Alaska, que tenía un jefe que se había hecho cargo de ella por muerte del padre, pero había sido educado en Europa. Los ancianos de la tribu, en plena mitad del verano pronosticaron, un día, un invierno más frio que de ordinario en aquella tierra de Alaska, y le rogaron a su jefe que preguntara a los sabios pálidos acerca de lo que pensaban del frío venidero, y éstos efectivamente estuvieron de acuerdo.

Pero los ancianos volvieron a rogar a su jefe en el otoño que tornase a consultar con los sabios rostros pálidos si realmente haría un frío excepcional, y la respuesta de los metereólogos fue esta vez también que, en efecto, haría ese frío de excepción, y la mejor prueba era ya la gran cantidad de leña que habían recogido los indios.

Pero, no otra cosa ocurre en Europa, que exactamente, como el observatorio climatológico consultado por el jefe indio, concluye por aceptar lo que la digan sobre todo quienes la odian y llevan ya años haciendo leña de ella.