Historia

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El silencio de la luna

La Razón
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Somos así. Una mala racha encadenada y nos entregamos a la melancolía. En las últimas semanas se han marchado para siempre personas muy queridas. Y otros me advierten de su huida. La desestructuración de la mente humana ante la evidencia de la muerte se destruye aún más con la desesperanza. Mucho lo he intentado y nada he conseguido. ¿Cómo será el Misterio? Reacciono como los simples. Cuando se da el caso, las nubes se olvidan del cielo, y aparecen de golpe la luna y las estrellas, me quedo pasmado y vuelvo a la pregunta: ¿cómo será el Misterio? Creo en Dios pero me abrumo. Me asombra que nadie haya demostrado la existencia de Dios, y que nadie, al tiempo, haya podido cumplir con la creencia contraria. Si existe la música, la poesía, la escultura, la pintura y el desarrollo imparable de la mente humana, existe Dios. Sin Dios, Mozart no sería el último engranaje entre la tierra y el cielo, ni San Juan de la Cruz, ni el árbol. Me pregunto y no me respondo, pues de hacerlo carecería de la duda fundamental. ¿Por qué y para qué? La Teología todo lo enrevesa y enreda. Me consuela más la fe del carretero, la llama permanente de una sencillez mental que acepta el infinito. El amor, y el silencio de la luna. No es pasado, sino presente continuo y lacerante. Y la ciencia ha determinado que esa luna no es otra cosa que un pequeño globo doméstico, al alcance de cualquiera, de americanos y rusos, por ejemplo. Se organizan para el inmediato futuro viajes turísticos a la luna. Me la van a violar, a humillar, a ensuciar. Lo imposible, y tan a mano. Lo que estuvo tan a mano, ya imposible.
No entiendo nada y menos quiero entender. Tuve y tengo amigos que se obsesionaron con el Misterio. «El Misterio, ¿eh?» que decía el padre Ramón Ceñal. El Misterio de Antonio Garrigues. El Misterio de José Antonio Muñoz Rojas. Se reunían, hablaban, rezaban y, al final, todo se sustentaba en el Misterio. «Para alcanzar el enigma del Misterio hay que creer en Él», me repetía el gran Ramón Ceñal, que, según José Antonio Muñoz Rojas, «humilde se creía avena en los trigos, cuando era el trigo más limpio y rico del campo. Flaco, podía con todas nuestras carencias. Débil, con nuestras flaquezas. Siempre nos preguntamos cómo aquel cuerpecillo de nada alimentaba tal fuerza de espíritu». A Copérnico, tan soberbio, sólo le consolaba la duda la fuerza del sol, que rodeaba su entorno. A uno le basta y sobra con la luna, tan entregada, tan mía, tan desmedida y tan inalcanzable. A partir de determinada edad, la muerte no es sólo un imprevisto, sino un anuncio de buena educación. Se lo dijo «Tono» a Mingote en el hospital, cuando el genial autodidacta presintió el inmediato futuro de su camino hacia los azules, o los grises o los dorados luminosos. «Perdona que no te acompañe hasta la puerta, pero es que esto de morirse es una lata».
Se van y me anuncian que se van, y entre unos y otros, nosotros, que tampoco sabemos de nuestra hora. Pero estoy seguro de que al final está Dios y los paisajes que abrazan. Y yo me pregunto, una vez más, por qué les he soltado todo esto. Y me respondo que estamos en otoño, que los árboles mueren, se marchan los amigos y todo tiene un punto de amnistía. Hasta el silencio de la luna.