Tokio
Mientras la ciudad duerme por Fernando SÁNCHEZ-DRAGÓ
Estoy en Tokio. Son las siete de la tarde: noche cerrada. No es exacto decir que la ciudad duerme. Mejor sería apuntar que sus vecinos, cuando cae el sol (y aquí lo hace muy pronto), se van a casa en vez de chicolear por los mil y un escenarios nocturnos de lo que quizá sea, después de Bangkok, la urbe más divertida del orbe. La gente no está para fiestas. El ministro de Economía, ayer, dijo que si los tokiotas no ponían freno al consumo de energía eléctrica, habría un apagón generalizado. No lo hubo. Se trataba, seguramente, de una triquiñuela para conseguir que le hicieran caso. El frío arrecia, pero la calefacción depende, en no escasa medida, de estufas y aparatos de climatización que chupan como cachorrillos voraces lo que sale de las tetillas del enchufe. Las ventanas de los grandes edificios de Tokio, públicos algunos y empresariales otros, estaban siempre encendidas. La ciudad, de noche, era un festival de luz. Ya no lo es. Impresiona ver a oscuras (y es sólo un ejemplo) la fachada del edificio del Starbucks de Shibuya, frente a la estatuilla del perrito –el celebérrimo «hachiko»– que es algo así como el kilómetro cero en torno al cual todo el mundo se cita. Lo hacen, en especial, los jóvenes. Hoy había allí cuatro gatos. Mi amiga Keiko Taga, que me ha servido de intérprete a lo largo de todo el día, dice que le asusta ver las calles tan deshabitadas. A los japoneses, que nacen y viven en un país superpoblado, les gustan las muchedumbres. Hasta en eso son muy suyos. También lo son en lo concerniente a los terremotos. Anoche hubo dos arreones. Yo estaba en el hotel. Todo bailó, incluyendo mis rodillas y mi trasero. Hoy, al despertarme, telefoneé a Keiko y le conté la inusual experiencia vivida. Se rió y dijo: eso no nos preocupa. Sucede, añadió, casi todos los días. La entiendo. Yo también me he acostumbrado. ¡Qué gente! ¡Viva Japón! Lo hará.
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