Nueva York
Gerardo Rueda mira a Oriente
El arte no conoce fronteras y la obra de este artista se mostrará, a partir del miércoles, en los principales museos de China a través de una exposición itinerante que recorrerá el país asiático durante un año entero. El objetivo, descubrir la trayectoria de uno de los grandes pintores españoles
Desde el silencio, con la paleta monocroma, unas veces; partiendo de postulados constructivistas otras, pero siempre conservando su esencia. «Un cuadro grande no es necesariamente un gran cuadro», decía Gerardo Rueda cuando los sesenta empezaban a despuntar. La frase la pronunció en la Bienal de Venecia en 1962 y marca el caracter y la trayectoria de un artista en extremo discreto que siempre quiso y supo tener los pies en la tierra. Desde Madrid miró al mundo y ojeó casi un continente tras otro: Rueda en Iberoamérica, su presencia en Europa (París fue su segunda gran casa con el Louvre, museo del que fue asesor, como alojamiento de lujo, pues allí se quedaba a pernoctar), sus viajes a Estados Unidos...
En el corazón de Asia
A partir del miércoles la obra de este creador se abrirá al mundo desde China. «Gerardo Rueda y la tradición moderna» recorrerá cinco de los centros de arte más importantes del país: el Museo de Urbanismo de Shanghai y los de Arte Moderno de Changshu, Fujien, Henan y Tianjin. La exposición está comisariada por la directora del Instituto Valenciano de Arte Moderno (IVAM), Consuelo Císcar, y Rafael Sierra, aunque el verdadero alma mater de este ambicioso proyecto es José Luis Rueda, hijo del artista, que ha vivido con pasión tanto la organización de la muestra como su traslado hasta el continente asiático.
Rueda no alardeaba de los grandes datos ni de las cifras sin alma, no era su estilo, pero las muestras, que arranca el día 26 en Shanghai, es la primera individual de un artista español en la ciudad. Está compuesta por más de cincuenta obras que recorren desde mediados de los 50 hasta principios de los años 90 (concretamente las de Rueda) y que dialogan con piezas de Nathan Isayevich Altman, Rodchenko, Sonia Delaunay, Fontana, Kupka, Julio González, El Lissitztky, Torres-García, Malevich, Barnett Newma, Reinhardt, Sophie Taeuber-Arp y Georges Vantogerloo.
El IVAM en 2006 ya mostró un acercamiento similar entre la obra de Rueda y otros pesos pesados entre los que se encontraban Picasso y Morandi, aunque en esta ocasión no han podido viajar «porque el coste era muy alto y los seguros se disparaban», explica Rueda hijo. En aquella ocasión las obras se dividieron por periodos: la musicalidad, los bodegones, la geometría y los blancos, esquema similar que seguirá en su periplo por varias ciudades chinas. Durante un año, las obras de Rueda y los otros grandes artistas que le acompañan girarán por el país asiático, «algo que no es sencillo porque estamos ante el país más poderoso», apunta Rueda hijo, quien señala que ha sido posible gracias a la colaboración del Ministerio de Cultura, el IVAM y la Fundación Gerardo Rueda. Sin embargo, este «año Rueda» no acaba aquí, sino que se prolongará hasta el próximo 3 de febrero (y hasta el 27 de marzo) con «Gerardo Rueda, 1946-1996» en el Museo del Patrimonio de la Ciudad de Málaga y continuará con una muestra ya en abril de nuevo en Valencia (y que será la sexta del artista en el Instituto Valenciano de Arte Moderno) en la que se relaciona a Vargas Llosa con el artista.
Schubert y el piano
José Luis Rueda explica cómo son esas «conversaciones» entre artistas, obra frente a obra, que se verán en China: «A través de Rodchenko se va a mostrar su diálogo con el constructivismo; con Fontana se ha puesto el peso en los monocromos; de Torres-García hemos resaltado la parte escultórica; de Malevich nos hemos fijado en el collage, y de Barnett Newman, por ejemplo, tomamos la época de su geometrismo. De Julio González hemos traído las esculturas de acero cortén y bronce. La parte musical enlaza con las piezas de Reinhardt». Y es que Rueda era un degustador de cultura y, sobre todo, de la música (tocaba el piano a los diez años) de Schubert, por ejemplo. Supo mostrar sin reparos su admiración por aquellos artistas que le habían inspirado, según su hijo, «con el objetivo de crear un contexto que nos ayude a situarle y a revelar las fuentes que combinó para poder realizar una síntesis que llevara su sello».
La pieza más antigua que se muestra es una litografía de su admirado Rodchenko, un cartel titulado «History of the Communist Party nº 4» que colgará frente al aguafuerte con resina de 1991, «Perfiles, siluetas y límites II». Junto a aquél se podrá admirar otro cartel de la serie frente a un aguafuerte en verde, blanco y azul también de la serie anterior. La madera pintada de «Almagro azul claro», de 1987, entronca con la técnica mixta sobre papel de 1925 que firma Sonia Delaunay. «La pintura blanca» de 1962 establece conexiones con «Crucifixión, concepto espacial» (1959) de un Fontana que pinta en dos colores, negro y ocre amarronado. La alargada «Imagen», de 1957, recoge ecos de un temple sobre lienzo que Barnett Newman trasladó a la tela once años antes. Hasta China viajarán también «Gris urbano II», bronce y acero cortén pintado de 1992 y «Dunas», del mismo año, así como «Escala de Jacob», también de ese año.
Cuando José Luis Rueda echa la vista atrás recupera la figura de su padre: «Parece que le estoy viendo cómo hacía los collages, cómo les daba forma, con sus papeles, los pesos que ponía encima para que se pegara bien». Cuenta mil anécdotas imposibles de trasladar al papel (como, por ejemplo, que cuando preparaba cenas en casa, algo que hacía con bastante frecuencia, solía colocar al artista frente a su obra).
Entre museos y estadios
Habla de Cuenca, de la amistad que compartió con Fernando Zóbel, un adelantado de su tiempo, de todos los momentos que estuvieron juntos, y recuerda José Luis su afición por el fútbol, «como la tendría entonces cualquier chaval de 16 años. Cuando salíamos de viaje le decía a mi padre que quería ver estadios, algo que le horrorizaba, y él me daba el visto bueno, pero pasando antes por las iglesias románicas, los anticuarios y los museos que hubiera. Hizo que fuera capaz de ver lo que verdaderamente importaba y supo hacer que lo apreciara sin imponerlo jamás, con esa sutileza que le caracterizaba y que tan bien se refleja en su obra».
Cuenta que Alfred Barr, que fue el primer director que estuvo al frente del MoMa de Nueva York, hizo un comentario de la «Gran pintura blanca» que ya ha quedado en la historia del arte. «Se trataba de una obra frente a la que había que colocar una banqueta para meditar delante de ella». Y así se hizo.
En busca de una ciudad
Era el tercero de los cinco hijos de Ana Salaberry y Andrés Rueda. Gerardo prontó mostró sus inquietudes por el arte. En 1955 conoció a Zóbel, amigo del alma con quien compartió algunos años de estudio, y junto a quien ayudó a poner en marcha una colección de artistas abstractos españoles de la posguerra para la que en un principio buscarían un emplazamiento en Toledo. Sin embargo, la ciudad elegida en primer lugar acabará por cambiar y será Cuenca la que acoja finalmente el proyecto para dar cabida a uno de los museos más singulares, el de Arte Abstracto de Cuenca (que abrió en 1966). En 1957 la obra de Gerardo Rueda sale de las fronteras españolas y comienza a tener presencia fuera. La galería La Rue de París abre las puerta a su primera individual ese mismo año. Poco tiempo después Jean Cassou, entonces director del Museo de Arte Moderno del Villa de París adquiere «Composición Gris o Balbina». Participó en el Pabellón de la XXX Bienal de Arte de Venecia y en 1965 expone en Juana Mordó, galerista que se convertiría en capital en su trayectoria.
El detalle
Crucigramas a dos manos
Es algo insólito, pero puede suceder. No es la primera vez que un artista destierra su propia obra de su casa o que vierte parte de su tiempo en un pasatiempo imprevisible para muchos, pero que a él le sirve para escapar de la rutina de su trabajo. El pintor Gerardo Rueda no tenía en su domicilio ni uno solo de los cuadros que realizaba, lo que es, sin duda, una particularidad. Su hijo todavía le recuerda hoy como un hombre de una cultura vastísima, sin límites, y también de una inmensa curiosidad. Una persona que derrochó un carácter alegre, entregado a lo que le gustaba, y «que jamás alardeó de lo que sabía. Poseía también un punto irónico que le llevó alguna vez a preguntarse: ¿Por qué ese chica tiene nombre de urbanización?». Como casi todos los genios, también Gerardo Rueda poseía una vocación secreta, un lugar en el que refugiarse de las rutinas, en las que escapar de él mismo, de lo que hace. Un rincón en el que poder evadirse de la presión y las obsesiones procedentes del trabajo y relajarse para, luego, regresar con más tesón y energías a sus lienzos, a sus creaciones. En su caso era una afición particular, tenía una pasión poca conocida para los que no estaban en un círculo próximo a él y que es muy común: los crucigramas. «Se podía pasar horas y horas enteras resolviéndolos y totalmente entregado. Los hacía con las dos manos, con la derecha y la zurda, utilizaba ambas, lo mismo que para pintar». El Museo Reina Sofía le ha dedicado dos antológicas.
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