Educación

Los esclavos nostálgicos

La Razón
La RazónLa Razón

En los años treinta del siglo XX, en un intento de crear empleos públicos que maquillaran las cifras de desempleo, la administración Roosevelt concibió entre otras ideas la de enviar a varios actores, a la sazón en paro, a realizar entrevistas a antiguos esclavos. No quedaban muchos –la guerra entre los Estados había concluido en 1935– pero sí los bastantes para que los testimonios fueran grabados y archivados. El estudio de aquellos datos causó desde el principio un enorme estupor entre los que se dedicaron a recogerlos. De manera totalmente inesperada, un porcentaje elevadísimo de los esclavos recordaba no con repulsión comprensible sino con añoranza la época de su esclavitud. Lejos de alegrarse de los frutos de la Emancipación, los antiguos esclavos insistían, por el contrario, en que la vida había sido mucho mejor en los viejos tiempos. De manera aún más sorprendente, los entrevistados repetían machaconamente tres razones para su llamativa afirmación. La primera era que, como esclavos, habían trabajado mucho menos que como trabajadores libres. Por supuesto, los capataces intentaban hacerles trabajar lo más posible, pero burlarlos resultaba relativamente fácil recurriendo a los trucos más diversos, como el de no dar golpe cuando nadie miraba, el de fingirse enfermos o el de escaparse unos días al bosque. El látigo existía, sí, pero se usaba raramente, siquiera porque ningún propietario de esclavos deseaba dañar su propiedad y al respecto advertía de manera concienzuda a los capataces. La segunda razón para aquella añoranza era que se consideraban más cuidados en la época de la esclavitud que en la de la libertad. Si caían enfermos o envejecían, sus dueños no tenían más remedio que alimentarlos y atenderlos. Es más, una ligera indisposición bastaba para apartarlos de las tareas. Convertidos en responsables de sí mismos, tal posibilidad se había esfumado. Tener cuidados médicos o, simplemente, encontrar una ocupación que les permitiera comer todos los días exigía un esfuerzo adicional. Finalmente, buena parte de los antiguos esclavos recordaba con auténtica delectación la promiscuidad sexual previa a la Emancipación. El matrimonio distaba mucho de ser obligado –aunque, ocasionalmente, pudiera darse– y era común que los esclavos cambiaran de pareja con una facilidad pasmosa y más en el curso de fiestas nocturnas que, además de frecuentes, se caracterizaban por un consumo nada limitado de danzas, alcohol y sexo. La victoria de la Unión había significado que se vieran obligados a trabajar más, a ocuparse de sí mismos y, para colmo, a formar familias monógamas. Por supuesto, millares de esclavos habían abrazado con entusiasmo las cargas de la libertad y del trabajo libre y habían considerado una bendición el matrimonio consagrado en una iglesia, pero cuesta creer a la luz de las fuentes históricas que se tratara de una mayoría. Los datos recogidos por los actores de Roosevelt coincidían además con lo consignado por aquellos que trabajaron en la Oficina del Liberto señalando la falta de entusiasmo de los antiguos esclavos con la nueva vida. Objetivamente, la esclavitud es un mal sin paliativos. Sin embargo, por desgracia, la libertad no es un bien tan deseado como algunos quisiéramos. No son pocos los que están dispuestos a cambiarla de buena gana por la holganza, por vivir a costa de los demás y por el desmadre sexual. Los testimonios históricos al respecto abundan. Esperemos que las elecciones del 20-N no constituyan otro ejemplo.