Artistas
El pelotón de los torpes
Tenía yo nueve años y la nación llevaba algo menos surcando una senda que llevaba de la alpargata al Seat seiscientos. Para que pudiera cursar el bachillerato y luego ser el primer universitario de la familia, mis padres me matricularon en el curso de ingreso de las Escuelas Pías de San Antón. Recuerdo que el profesor de aquella clase de Ingreso F, don Ángel García Porras, era un hombre bondadoso, pero, a la vez, muy exigente que, tras no pocos años de experiencia, sabía cómo sacar el mejor partido de nosotros de la misma manera que un sargento mayor que debe convertir paletos destripaterrones en soldados curtidos. Sometidos a un pugilato continuo para que nos superáramos a diario, don Ángel utilizaba entre otros medios un curioso recurso conocido como el pelotón de los torpes. Así, los alumnos que descendían de un cierto nivel de rendimiento iban a parar a aquel grupo fatídico que, para colmo, se veía obligado a sentarse en las primeras filas de la clase como ejemplo palpable de lo que no había que ser. Un día de los primeros de aquel curso –no recuerdo muy bien por qué razón– me vi condenado a entrar en el dichoso colectivo de malditos expuestos a pública vergüenza. Han pasado décadas, pero se me encoge el corazón al rememorar la pena inmensa que se apoderó de mi en aquellos momentos. Pensé, sobre todo, pero no de manera única, en cuál podría ser la reacción en casa de llegar a enterarse de lo sucedido. Mi padre había cogido un empleo por las tardes sólo para pagar aquel colegio y allí estaba yo integrado en aquellas primeras filas del oprobio. Me mordí los labios para que no saliera al exterior el terrible drama que me desgarraba y entonces vi a otro niño –se llamaba Lobo López– que acarreaba sobre sí la misma infamia. Cierro los ojos un instante y lo veo a la perfección. Era una criatura de cabeza alargada y cara blanquecina, casi nórdica, sobre cuya naricilla cabalgaban unas gafitas. Había comenzado Lobo a derramar unos lagrimones como naranjas que le caían por las mejillas tiñéndoselas de un color rojizo, casi, casi como si estuviera llorando sangre. Qué aspecto deplorable no tendría el pobre que don Ángel tuvo que consolarle no perdonándole el lugar que le correspondía, por supuesto, sino animándole con la idea de que, si se esforzaba, podría abandonarlo. Yo tardé menos de un día en salir de aquel círculo de réprobos y tengo la sensación de que Lobo no necesitó mucho más. Desprovistos de tutores y pedagogos, lo único que nos impulsaba era una mezcla de pundonor, de amor a la familia y de sentido del deber. Eran motivaciones sencillas, pero temo que no las veo en dirigentes sindicales, en políticos, en periodistas, en profesores y en tantos otros que siguen empeñados en que España prosiga en el pelotón de los torpes en el seno de la UE. El sueño de generaciones hace aguas por culpa de los sinvergüenzas, los vagos, los embusteros y, sobre todo, los irresponsables. Se mire como se mire, mucho ha degenerado esta nación cuando aquellos de los que pende su futuro demuestran menos cordura, menos vergüenza y menos decencia que las que, allá a finales de los años sesenta, tenían unos chavales de nueve años.
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