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Urdangarín por Antonio Parra
Lo de Urdangarín es como lo de Juan Guerra, pero con glamour. No sé si recuerdan, aquel hermano del gran «Arfonzo» que montó un chiringuito allá en los años ochenta (de aquellos barros, estos lodos), en Sevilla, como asistente de su hermano , a la sazón (qué diantre querrá decir «a la sazón») vicepresidente del Gobierno. Visto ahora con distancia y algo de humor aquello, comparado con la gran «narrativa» de la corrupción actual no fue más que pecata minuta, un capítulo más de la gran novela picaresca española, el patio de Monipodio sevillano y cervantino, Rinconete y Cortadillo actualizados, aquellos señores murcios, ladrones (de donde la confusión contra los naturales de Murcia con aquello de «ni murcianos, ni gitanos ni gente de mal vivir»).
En fin, visto ahora con perspectiva, aquella eufemística «ingeniería financiera» inaugurada por Mario Conde (ahora bestseller literario con sus grandes ficciones autobiográifcas, y disculpen el oxímoron) que mereció tantas páginas de papel couché y hasta doctorados honoris causa, no eran más que cosa de aficionados, carteristas del tres al cuarto.
He dicho glamour refiriéndome al yerno del Rey, y, en realidad, su chiringuito conseguidor se parece más a las aventuras cutres de Roldán (que afanaba hasta los fondos de los huérfanos de la Guardia Civil) que a aquel corral de vecinos de la nobleza decimonónica que optó entonces por «plebeyizar» la corte (la Duquesa de Alba, bailando sevillanas con Curro Romero en su última boda no es más que el penúltimo capítulo de aquel proceso) y con Alfonso XIII llevando a palacio a D. Antonio Chacón para que le cantara granadinas y cartageneras con mucho melisma. En fin, mejor el lazarillo de Tormes mangando las uvas al pobre ciego.
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