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Enseñanza y sentido común por José María Marco
Cuando un estudiante está a mitad de la carrera universitaria, a los 20 o 21 años, ya no es un adolescente extraviado en el laberinto de la identidad personal. Eso es lo que se ha querido hacer de ellos, pero como tantas otras cosas que hemos heredado del siglo XX, esa apreciación es un fraude. A esa edad, una persona es ya es un adulto joven, capaz de abordar por su cuenta cuestiones complejas, intelectuales y morales.
Por eso resulta dramático contemplar cómo, cuando llega el momento, esos mismos jóvenes adultos carecen de algunos de los instrumentos básicos que les permitirían hacerlo con la solvencia necesaria para el bien de todos: de ellos mismos, en primer lugar, y luego de la sociedad española. Les faltan instrumentos básicos y a esas alturas la universidad difícilmente podrá proporcionárselos. A casi todos ellos, salvo a alguno que realice un especial esfuerzo individual, les faltarán toda la vida. No habrán leído lo que tenían que haber leído, no habrán aprendido a escribir como podrían hacerlo, no saben todo lo que se ha dicho y pensado sobre los problemas a los que tienen que enfrentarse.
El nuevo Bachillerato de tres años propuesto por el ministro de Educación podría iniciar una posible solución si restaura la lectura (obligatoriamente guiada) de los clásicos, el ejercicio frecuente de la redacción, la adquisición de conocimientos estructurados. Tal como se ha configurado la enseñanza, la Universidad ha pasado a ser lo que antes eran las enseñanzas medias. Estas, a su vez, son la prolongación de la primaria, que en buena medida se ha convertido en una guardería permanente. Hay que volver al sentido común.
Así como a estos adultos jóvenes les faltan instrumentos que les permitan pensar por sí mismos, les sobra, en cambio, el adoctrinamiento ideológico. Los jóvenes saben poco y son de por sí generosos y abiertos. Por eso es tan fácil la manipulación. Es lo que se ha hecho masivamente en estas últimas décadas. Como resultado, los estudiantes recitan convencidos, como si estuviéramos en los años treinta del siglo pasado, el catecismo marxista y el relato mítico del socialismo hispano, entre cuyos dogmas está el fracaso de la nación española, esa entidad de dudosa existencia. Seguramente estos cambios corresponden a las comunidades autónomas, pero no estaría de más que el Ministerio animara alguna clase de reforma que contribuyera a modernizar un poco las mentalidades y a la cohesión, ya que no al orgullo, nacional.
Si se volviera a dignificar la Formación Profesional, que no es una enseñanza de segunda categoría, conseguiríamos el requisito básico para evitar el abandono de la escuela por parte de nuestros jóvenes. Y si de paso el ministro reúne el coraje suficiente y termina con el detestable nombre de la ESO para la segunda enseñanza, qué más se podría pedir...
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