Presentación
El valor de un premio
Pocas veces había estado tan de acuerdo con un jurado como lo estoy con el que ha concedido el Príncipe de Asturias a los –para nosotros anónimos– «héroes de Fukushima». A los seis meses de aquel terrible terremoto que asoló las costas niponas, se han resaltado «los valores elevados de la condición humana» de quienes expusieron sus vidas a plazo inmediato y las siguen exponiendo en incierto futuro, para evitar una catástrofe medioambiental y humana de alcance mundial. Aquellos primeros 50 voluntarios fueron reforzados posteriormente con más de 1.300 procedentes de parques de bomberos, de tripulaciones de helicópteros, de técnicos venidos de otras centrales. No es numérico el premio, es general, se concede a un pueblo que hace del sentido del deber, del sacrificio personal y familiar, de la dignidad ante la adversidad y de la generosidad y la valentía dogmas de fe.
¡Siento hacia ellos sana envidia! La siento hacia un pueblo que prioriza los deberes sobre los derechos, en los que el bien común está muy por encima de los intereses particulares. Claramente, siento envidia de quienes hacen del patriotismo –cuesta encontrar hoy en día esta palabra, incluso en el acta del jurado– ley de vida.
Mi enhorabuena por el reconocimiento al pueblo japonés, aunque sé que la modestia forma también parte de su alma. Del budismo extraen la humildad, el anonimato y el silencio como bienaventuranzas. Es conocida su máxima: «Al clavo que sobresale, se le remacha con un golpe de martillo». También para ellos el mantenimiento del orden es prioritario. Aquellos héroes pensaban que contribuían a restablecer un orden. Y los 300.000 desplazados también apelaban al orden, formando en silencio y durante horas largas colas para recibir ayuda. Y sin romper el orden con un solo caso de pillaje, devolviendo las cantidades de dinero –su Gobierno refiere el equivalente a 55 millones de euros recuperados– o bienes que iban encontrando entre los destrozos. Para ellos es lo normal, no tan sólo por abnegación, sino por coherencia con su sentido del orden y la obediencia.
Nos recuerdan el relato que hace Spengler en su «El hombre y la técnica» de aquel soldado romano cuyo esqueleto apareció, firme, frente a la puerta de Pompeya. Murió en su puesto porque al estallar el Vesubio nadie se acordó, o no tuvo tiempo, de relevarlo. Igual que los hombres de Fukushima.
Les quedan 4 o 6 meses de trabajo. Contemplan determinado ambiente de contestación social sobre las energías nucleares. También saben que ninguno de los manifestantes se acercará a menos de 200 kilómetros de la central. Conocen su Historia y saben lo que pasó al final de la Segunda Guerra Mundial en Hiroshima y Nagasaki. También saben que forman parte de un país superpoblado sin excesivas materias primas y sin fuentes naturales de energía. Saben que todo deben ir a buscarlo, todo deben producirlo y casi todo deben exportarlo. En cierto modo entraron en la Gran Guerra porque se les habían cerrado todos los canales que aseguraban su supervivencia. Y estallaron. Pero luego, con los mismos mimbres de Fukushima, recrearon un imperio económico. Un pueblo no es lo que es, sino lo que sus ciudadanos quieren que sea.
Mientras releo las actas del jurado, me sumerjo en la realidad de mi propio pueblo, este que ha proscrito la palabra «patria» y olvidado el patriotismo. Quiero imaginar que el jurado ha dirigido sus votos pensando también en el pueblo español. El japonés no necesita reconocimientos para seguir siendo como es. Aquí se castiga al único alcalde catalán que coloca la bandera de España donde marca la Ley y se aplaude a los cientos que no la cumplen. Aquí se acatan sentencias en tanto nos vengan bien y hasta toda una ministra de Defensa se coloca, en clave de futuro, respaldando a los insumisos. Durante un tiempo ha mantenido discretamente oculta y hábilmente borrada la imagen del «todos somos Rubianes» impresa junto a su corazón. Las hemerotecas difícilmente engañan. Y ahora ha vuelto a dejar huella el lobo que vestía piel de cordero pasando revista a las tropas.
¡Ya me gustaría que un año el Premio Príncipe de Asturias de la Concordia se diese al pueblo español! Que se premiase la abnegación, el sacrificio, el coraje ante la adversidad y el patriotismo de nuestra gente.
No sería tan difícil encontrarlo en muchos padres que trabajan de sol a sol, muchas madres que hacen milagros en la cocina o ante una vieja máquina de coser. De tantas personas que en Cáritas, en Cruz Roja, en las propias Fuerzas Armadas, en la Sanidad Pública o como simples funcionarios hacen del servicio a los demás el objetivo de su vida.
Dejémoslo para otra ocasión. ¡Enhorabuena por el premio concedido a los «héroes de Fukushima»!
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