Cataluña
OPINIÓN: El derecho al trabajo
La beatificación de Juan Pablo II del domingo pasado nos trae a la memoria que el pontífice polaco, en su juventud, trabajó durante unos años como obrero en una fábrica de su país. Se dijo que era el primer Papa obrero de los tiempos modernos. Una vez elegido Papa, también hizo mucho en favor del mundo del trabajo, sobre todo con sus encíclicas sociales, que representaron un verdadero relanzamiento de la llamada doctrina social de la Iglesia.
Juan Pablo II habló del derecho al trabajo sobre todo en su encíclica Laborem exercens, que representó una muy valiosa aportación a la doctrina social cristiana desde la perspectiva personalista, tan característica del pensamiento filosófico del Papa polaco. En este documento considera el trabajo como un derecho fundamental y un bien para la persona. El trabajo es necesario para formar y mantener una familia, para tener derecho a la propiedad, para contribuir al bien común de la familia humana.
La consideración de las implicaciones morales que la cuestión del trabajo comporta en la vida social hizo que Juan Pablo II calificara la desocupación como una «verdadera calamidad social», sobre todo en relación a las generaciones jóvenes. Por desgracia, no hemos de insistir en la actualidad de esta doctrina, porque la crisis económica la tenemos de lleno ante los ojos. La alta tasa de paro que sufre nuestra sociedad, las dificultades para acceder a una formación adecuada y al mercado de trabajo constituyen, sobre todo para muchos jóvenes, un gran obstáculo en el camino de su realización humana y profesional.
«La privación de trabajo a causa del paro –escribía Juan Pablo II en su encíclica sobre el trabajo– es casi siempre, para quien es víctima de él, un atentado a su dignidad y una amenaza contra el equilibrio de la vida. Además del daño sufrido personalmente, otros muchos peligros se derivan para su familia». En efecto, la persona que se encuentra desocupada o infraocupada corre el riesgo de quedar marginada por la sociedad y de convertirse en víctima de la exclusión social. Éste es un drama que afecta en general a nuestros jóvenes, especialmente a la llamada generación ni-ni, que ni estudia ni trabaja. Además afecta a las mujeres, a los trabajadores menos especializados, a los discapacitados, a los inmigrantes y a todas aquellas personas que topan con más dificultades a la hora de encontrar una colocación en el mundo laboral.
Y el Papa Benedicto XVI, en su encíclica a la vez teológica y profundamente social que ha titulado «Caritas in veritate» (La caridad en la verdad) denuncia el paro como una de las consecuencias más graves de la crisis económica actual. «La desocupación –dice– provoca nuevas formas de irrelevancia económica y el hecho de estar sin trabajo durante mucho tiempo, o la dependencia prolongada de la asistencia pública o privada, debilita la libertad y la creatividad de la persona y de sus relaciones familiares y sociales, con graves daños en el plano psicológico y espiritual. El primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre en su integridad».
Quisiera acabar con una llamada a la esperanza. Como hemos afirmado los obispos catalanes en nuestra reciente carta pastoral «Al servicio de nuestro pueblo», «confiando en la ayuda de Dios, podemos creer en la capacidad de reacción y de regeneración de nuestra sociedad catalana para afrontar la crisis». Pero no todo debería seguir igual después de la crisis. Si el trasfondo de la crisis económica es una crisis moral profunda, tendremos que profundizar, por encima de las necesarias soluciones técnicas, en la revalorización de virtudes como la austeridad, el esfuerzo, la justicia y la solidaridad.
Lluís MARTÍNEZ SISTACH
Cardenal arzobispo de Barcelona
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