Francia
Labordeta
Confieso que me deprimía Labordeta. Me recordaba la triste extemporaneidad de los cantautores en la vida democrática. Los cantautores dan la talla cuando hay dictaduras y conciertos que tratan de derribarlas con velitas y mecheros encendidos, pero suelen desafinar en situaciones de normalidad civil. Incluso pueden llegar a negar la luz democrática para que las dichosas velas y los mecheritos vuelvan a encenderse. Su canto es de trazo grueso y para cantar la gran libertad con mayúsculas. No sirve para reclamar las pequeñas libertades que se conquistan en el día a día. Su voz vale para gritar «no a la guerra», pero luego no sabe hablar en el bajo tono de la paz. Lo siento, pero Labordeta no supo aportar sensatez a este periodo de demagogia y crispación que ha vivido España en los últimos años sino que echó más leñita al fuego. Lo que aportó fue el «a la mierda» y «el puño cerrado lo tengo yo» y el «gilipollas», el mal rollo en el que se quería ver campechanismo. No. Tampoco me ganó su mochila. He visto a demasiado sinvergüenza con mochila en mi vida y en mi tierra como para conmoverme con ese utensilio y ver en él un símbolo de libertad. Con mochila me llevaban los curas del cole al monte para poner ikurriñas e inculcarme el desprecio a España. Con mochila huyen los alumnos de ETA a Francia y vuelven sus maestros para matar. Lo siento, pero no diré que ha callado una voz que nos hizo más libres, más lúcidos o más tolerantes. Aunque no sea Labordeta, también a mí me gusta decir lo que pienso.
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