Actualidad

Dígame por Gonzalo Alonso

La Razón
La RazónLa Razón

A veces educar a un animal es más fácil que hacerlo con un ser humano. Las salas de espectáculos llevan años intentando en vano que el público mantenga unas elementales reglas de cortesía al asistir a un concierto: no hablar con el de al lado, móviles apagados, toses silenciadas por un pañuelo y, a ser posible, reservadas para los pasajes en forte … Siempre salta la liebre cuando menos se espera.

Recuerdo un Shakespeare en el Teatro Carlos III de El Escorial en el trascurso del cual sonó un móvil y Toni Cantó hubo de cambiar el «¿Ser o no ser?» por «¿Dígame?». Tuvo capacidad de respuesta, pues cualquier otra cosa hubiese resultado un desastre. Una política muy nombrada estos días lo pasó fatal cuando, a la vista de todo el mundo, tuvo que salirse del Auditorio con su móvil sonando dentro del capacho porque no lo había conseguido encontrar y apagar.

La anécdota ha saltado durante una «Novena» malheriana en Nueva York, porque todo lo de allí se amplifica. Claudio Abbado dirigió la misma obra en el Auditorio Nacional en octubre de 2010. Fue de lo mejor que se ha escuchado en Madrid en los últimos años, pero el público casi destroza su final, con móvil también incluido. Abbado interiorizó su cabreo, Alan Gilbert se dirigió de últimas al inoportuno espectador, pero ¿qué habría hecho un Bernstein? Posiblemente habría parado el concierto, hubiera sacado un cigarro del bolsillo, le habría dado un par de caladas y luego lo hubiera apagado en el ojo del maleducado. Hay veces que, de verdad, dan ganas de estrangular a alguien.