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Los guardias también lloran por Luis del Val

La Razón
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El encuentro con la tragedia, esa muerte inesperada que convierte la vida en un despojo de carne y huesos, es algo que se graba en lo más hondo y no se olvida nunca. Este guardia civil no pudo resistir la conmoción del recuerdo de los terribles sucesos del 11-M, y no pudo aguantar una lágrima por los muertos, por él, por todos nosotros. No es infrecuente ver a un guardia civil llorar. Recuerdo, en mis inicios en el periodismo de sucesos, las lágrimas gruesas e impotentes de un cabo de la Guardia Civil, que ya había cumplido el medio siglo, ante el amasijo de un automóvil que se había convertido en ataúd para las dos personas que estaban dentro, y la imposibilidad de arrancar la chapa para sacar los cuerpos que aún estaban con vida. Y, mucho más reciente, recuerdo las lágrimas limpias e indisimuladas de una joven número, que llevaba sobre uno de sus hombros el féretro de un compañero que hizo realidad la terrible consigna de darlo todo por la Patria.

Los guardias también lloran, sean maduros o jóvenes, machos o hembras, y ello les dignifica y les hace más próximos y queridos, porque el deber y la disciplina se fortalecen y se mejoran con la sensibilidad. Nada más contemplar la imagen de este guardia, que pasados ocho años de los sucesos no puede resistirse a la emoción, me asombra el empecinamiento de los sindicatos en celebrar la protesta sobre la reforma laboral el día en que recordamos aquella jornada de pasmo y dolor. Y, todavía más, una vez advertida la metedura de pata, la explicación de que así se hará un homenaje a las víctimas. O sea, como queremos homenajear a las madres nos vamos a manifestar en contra del reglamento de ferrocarriles.

Ya en el siglo XVI, Erasmo de Rotterdam decía que no había nada más ridículo que intentar ocultar un pedo con una tos. Al pedo de la coincidencia insensible, se sumó la tos bronca de un dirigente sindical madrileño que va del despropósito al desatino, con tal contumacia, que he llegado a pensar si no será un topo, colocado allí por los empresarios para desprestigiar al sindicalismo. Menos mal que entre tanto egoísmo sectario, entre la exhibición de falta de respeto a la memoria de los muertos y su indecente utilización, nos tropezamos, de vez en cuando, con lo mejor del ser humano, con ese lado que se conmueve ante la desgracia ajena, y que nos recuerda la solidaridad noble que nos pide compañía, mientras un tren se ha parado en la memoria, semejante al «tren de los heridos» de Miguel Hernández: «El tren lluvioso de la sangre suelta,/ el frágil tren de los que se desangran», ese tren detenido para siempre en quienes allí estuvieron, y que nos permite atisbar esta imagen reparadora que constata que los guardias también lloran.