España

Seguro obligatorio por José María Marco

La Razón
La RazónLa Razón

El proyecto para que las personas en situación irregular paguen una parte al menos de los servicios sanitarios que utilizan ha sido recibido, como era previsible, por un cierre de filas en torno a un asunto bien distinto, el de la inmigración propiamente dicha. Por muy previsible que sea, no debería ser así. En los últimos quince años, los inmigrantes han jugado un papel esencial en la economía española: han traído dinamismo, ganas de trabajar y en muchos casos espíritu empresarial. Han contribuido a cambiar la demografía española, en estado de catatonia por el cinismo y la falta de coraje (y de ilusión) de muchos españoles nacidos aquí. Y han cambiado para bien la sociedad, con una dosis de pluralismo que nos habrá hecho más abiertos y más tolerantes.

Por eso, porque un experimento que parecía destinado a suscitar graves problemas ha sido, en general, un éxito, debería plantearse con mucho cuidado la respuesta a las reformas del Estado del Bienestar y, en particular, del sistema sanitario. Los años de bonanza y la irresponsabilidad de los dirigentes políticos han creado un sistema insostenible. Peor aún, su coste, como en general el coste del Estado de Bienestar, es una de las causas de la crisis. Los recursos de la economía española, presentes y futuros, van dedicados a pagar el coste de ese Estado y no a crear riqueza y prosperidad. Nadie que viva en España debería tener interés en que esta situación continúe.

Además, y en contra de lo que se escucha, el sistema es injusto. Evidentemente, no es gratuito, por muy universal que sea. Y no todo el mundo paga lo mismo, ni todo el mundo paga según lo que podría pagar. El caso de los «sin papeles» es, desde esta perspectiva, uno más de los muchos abusos que existen en cuanto a la utilización de los servicios y los medicamentos. Los progresistas europeos aplauden la reforma sanitaria de Obama (parecida a la de Romney cuando era gobernador de Massachusetts), pero a lo que obliga esta reforma es precisamente a tener un seguro: la misma exigencia que lleva a que los «sin papeles» paguen algo del servicio que reciben.

La «universalidad», por otra parte, no debe ser entendida como la obligación del Estado a prestar servicios a cualquiera que los solicite. Los estados nacionales se comprometen a garantizar ciertos derechos en su territorio y a sus ciudadanos o a los residentes que contribuyan al esfuerzo común, no a todos los seres humanos. Enfrentar a los estados nacionales a una exigencia de universalismo cosmopolita es una de las mejores maneras de acabar con el Estado y con todos los derechos que debe garantizar. No estaría mal que empezáramos a comportarnos como adultos y a conocer los límites de nuestras capacidades.