Literatura

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Buitre en llamas

La Razón
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Yo imaginé hace tiempo la imagen de la muerte representada en el cadáver sedente de una mujer dándole de mamar al esqueleto de un buitre. Ahora veo en el televisor las noticias de la hambruna en Sudán y me doy cuenta de que aquella figuración estaba realmente lejos de ser demagogia, ficción o simple literatura. La realidad cunde en este caso mucho más que la imaginación, aunque, por desgracia, a veces uno tenga la impresión de que esos trágicos episodios del hambre son apenas el recurso del que se sirven los realizadores para ajustar en verano la escaleta de los telediarios. Se trata de emociones de temporada, sucesos estivales, sobrecogedoras escenas de horror que a la larga se sustancian en la noticia de que alguien ganó un merecido premio Pulitzer haciéndole una foto a la chiquilla hambrienta en cuyos ojos recordaremos que medraba como tiza el visillo de la muerte. Hablé del hambre africana hace ya unos cuantos años con un misionero comboniano que había estado destinado mucho tiempo en Mozambique y parecía haberse dado cuenta de que ni siquiera la idea osmótica de Dios puede calar en el ánimo de una persona en cuyo estómago no haya estado recientemente el pan. Conocí al misionero Claudio Crimi en una época en la que yo tenía relaciones sentimentales con una prostituta colombiana en cuya cama dejé muchas noches el dinero, el llanto y la piel. Una madrugada ella se extrañó de que yo fuese incapaz de corresponder con entusiasmo a sus caricias. En contra de lo que tantas veces me habían pedido el corazón y el cuerpo, una noche, mientras mi chica dormía, tomé la decisión de romper con ella. Me levanté de la cama sin hacer ruido, me senté a la mesa en la cocina y le coloqué al lado de su taza del café una nota que me consta que tenía la letra de mi conciencia: «Será mejor que lo dejemos. Te juro que lo que me ocurre es culpa mía. Lo he pensado mucho mientras dormías vencida por el cansancio. Mi insomnio de esta noche me hizo ver claro que cada vez que tengo sexo contigo, presiento que lo que hay entre tus piernas es la boca de tu hijo». Ahora veo en televisión a esos niños hambrientos de Sudán y me acuerdo sin remedio de mi querida prostituta colombiana, aquella muchacha hermosa, digna y mendicante en cuya mirada he visto desvelados de madrugada muchas veces los ojos de un niño puesto en cuclillas a la sombra incandescente de su agonía, acechado en un charco de sed por el merodeo desquiciado e invidente de un buitre en llamas.