Balón de Oro
La última frontera por Lucas Haurie
No hay, nunca hubo, ninguna maldición con la selección francesa de fútbol. Sólo supercherías. Los ejércitos medievales se encomendaban a sus divinidades antes de la batalla y el saber popular, con sarcasmo volteriano (¡¡un gabacho!!), se burlaba de las supersticiones: «Llegaron los sarracenos y nos molieron a palos, que Dios ayuda a los malos cuando son más que los buenos». En 1984, era ilusorio competir contra Platini con Urquiaga y Carrasco; en 2000, Zidane y Djorkaeff metían lo que fallaban Raúl y Munitis. Las dos veces ganó el mejor. En el Mundial de Alemania, las fuerzas estaban igualadas entre una España aún en construcción y una Francia que conservaba retazos de grandeza. Fue un partido a cuchillo que pudo caer para cualquier lado, y lo perdimos. Ni en Austria ni en Suráfrica nos vimos con «les bleus», pero en ambas ocasiones habríamos hecho estallar el polvorín del pirómano Domenech: eran una banda mal avenida.
El amistoso de marzo de 2010 en Saint Denis quedó en la historia como un chorreo monumental, el preludio de las trayectorias de unos y otros durante el siguiente invierno austral. Ayer, no había tantas diferencias a priori. Los rojos afrontan la Eurocopa sin dos de sus puntales y saciados de títulos. Los azules son un proyecto de buen equipo y, sobre todo, han dejado de ser aquel cuerpo en estado de putrefacción. Pero, con toda naturalidad, ganó el mejor. Sin ni siquiera necesidad de una hazaña: no hizo ningún milagro Casillas, no deslumbró Iniesta, sólo en una ocasión conectó Xavi su tiralíneas, estuvo desafortunado Silva. Es el oficio del campeón, la costumbre de ganar, el respeto que infunde en rivales narcotizados por el sinfín de toques. En su tercera campaña gloriosa, este grupo ha derribado la última barrera. Ya no hay Pirineos.
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