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OPINIÓN: «Lo que el viento se llevó»

La Razón
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Entre los recuerdos de mi infancia me viene la imagen de mi madre y mi abuela hablando de «Lo que el viento se llevó». No conseguí nunca que me la contaran, salvo algún episodio, pero no me cabe duda de que, años después de verla, seguían impresionadas.
La leí con 17 años, después de encontrarla en dos volúmenes en francés, en la cuesta de Moyano, al modesto precio de 25 pesetas cada uno. Era el principio del año y no logré pasar de la página ochenta, aburrido por la insoportable coquetería de Escarlata. De hecho, dejé la novela en una estantería a la espera de tiempos mejores. Así llegó el verano y me entró un súbito deseo de mejorar el francés. Como una de las vías para conseguirlo volví a echar mano de aquellos dos tomos. Lo hice por razones académicas y quedé atrapado por motivos literarios. Mañana, tarde y noche, no tenía tiempo para otra cosa que la de sumergirme en aquella saga sureña en la que una muchacha decidía sobrevivir y, sobre todo, que sobreviviera la hacienda de Tara.
La novela de Margaret Mitchell no era sólo un canto a la resistencia femenina. También contenía todo un alegato en defensa de la causa del Sur y de cómo sus gentes habían soportado una devastadora contienda y una ulterior ocupación militar dispuestos a mantener su dignidad, incluso aunque la desgracia se hubiera llevado un mundo de preguerra como si lo hubiera arrastrado el viento. Ni siquiera un sujeto encanallado como Butler –no digamos ya un caballero como Ashley, que era el personaje con el que yo me identificaba, quizá porque estaba enamorado de Melania– podía rechazar toda la nobleza y gallardía unidas a la lucha del Sur. He vuelto a la novela más veces ya en versión original –no, en español no he conseguido leerla nunca– y siempre me ha provocado sensaciones semejantes y sublimes. En estos momentos, la obra es considerada políticamente incorrecta y vista mal en ciertos círculos. No pasa de ser una indudable confirmación de hasta qué punto la dictadura de lo políticamente correcto es necia intelectualmente, estéril estéticamente y vil humanamente.