Crisis económica
País sin ratas
No hay un solo país en el que no existan bolsas de ciudadanos descontentos, tipos marginales, gente condenada al ostracismo. Son un porcentaje limitado y permanecen bajo control, atendidos por la beneficencia, vigilados por la Policía y pendientes casi siempre de sucumbir a un tiroteo, colgarse de un árbol o acabar en prisión. Sirven para medir por contraste la prosperidad de la mayoría de la población, que vive tranquila porque sabe que los proscritos son pocos y se conforman por lo general con practicar la mendicidad a la entrada de los supermercados o en las puertas de las iglesias. El problema surge cuando la miseria se generaliza y los pobres superan ese porcentaje de la población que los mantenía bajo control como una curiosidad estadística en la que se entretenían los gabinetes de los sociólogos y las pastorales de los obispos. Ésa es la amenaza que se cierne sobre la sociedad española a medida que se empobrece y se volatiliza la clase media. El aumento de la miseria produce una inestabilidad social que no nos preocupa sólo porque suponga un reto a la capacidad benéfica del Estado, sino porque cuando la pobreza se generaliza y es ingente, existe un evidente riesgo de que la gente no se conforme con la limosna y rompa las lunas de las sucursales bancarias antes de que en su desesperación decida saquearlas. Hay un punto de la postración social en el que la resignación cede su sitio a la furia. En ese momento ya es tarde para los discursos, porque a un hombre hambriento le cuesta mucho escuchar y leer. La paz social es posible sólo hasta que la gente decide no encender la luz por miedo a ver la miseria ominosa en la que vive. Estamos llegando a ese punto crítico en el que cerramos el periódico, abrimos la ventana y nos damos cuenta de que los gatos se han quedado sin ratas que comer.
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