Literatura

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La letra de la escuela

La Razón
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De regreso de presentar en Madrid «Humo en la recámara», me aparté de la Autovía del Noroeste y detuve el coche en Cerecinos de Campos, un pueblo en amarga decadencia en medio de un paisaje desolado en el que, por culpa del viento crece en decúbito prono el trigo, un lugar lleno de soledad y de pájaros en el que a mí me parece que ni siquiera hay quien haga pan, un sitio en el que apenas cuece el sol la miga lacia de las sombras. Me acompañaba mi editor, Alejandro Diéguez, con quien recordé el encuentro con los lectores en la sede de la Asociación de la Prensa madrileña. Pensé mucho en las atenciones recibidas en la capital; en el rostro agradecido de los lectores; en la amabilidad de mi director en LA RAZÓN, Paco Marhuenda, un tipo que casi pide permiso para ser buena gente sin que alguien se sienta molesto; en mi querido Lorenzo Díaz, tan importante en mi vida que sólo le ha faltado consumar él mis matrimonios; en Carlos Herrera, que me tendió su mano en un momento de mi vida en el que ni mis dedos no querían saber nada de mi tacto; en Rafa Fernández, ese corpachón carnal y efusivo que suda celuloide; en Rocio González, el único personaje real vivo que aparece en un libro que ella misma tituló con el humo de su talento, casi como una alusión autobiográfica a una elegante silueta de vaho que parece surgida al final de una llamarada de Balenciaga; y pensé mucho en mi querido Jesús María Amilibia, con quien compartí aquella cálida tarde madrileña una visión del periodismo que fue y ya no es, aquel oficio callejero en el que eran vicios y perros la mitad de la gramática. Bien sabe el formidable Amilibia que aquel periodismo nos inundaba de esperanza al mismo tiempo que nos llenaba de escepticismo y amenazaba con jodernos el hígado, de modo que nunca supimos muy bien si nuestro remedio estaría en la mano de Dios cuando desistiese de su esfuerzo el nefrólogo. Puede que fuese algo exagerado pero yo le dije al veterano colega que la desgraciada decadencia de nuestro oficio tiene algo que ver con la desconexión de la calle y que eso se materializa en que el periodismo, además de una mala costumbre, ha dejado de ser un vicio. En Cerecinos de Campos, mi editor y yo paramos poco tiempo antes de seguir de un tirón hasta Compostela. Apretaba el calor e incluso estaban al sol las sombras. Entonces pensé en mis lectores y me dije a mi mismo que soy muy afortunado porque toda aquella gente de Madrid me había demostrado afecto sin necesidad siquiera de saber que sólo soy el tipo escéptico, desencantado y soñador que alienta desde la infancia el sueño de que, con un poco de suerte, sus manos no olviden nunca la letra de la escuela.