Animales por Paloma PEDRERO

Los humanos utilizamos mucho la expresión «animal» para referirnos al bruto. A aquel que hace una canallada y se queda tan ancho. Como si los animales fuesen así, hiciesen canalladas por hacer, hiciesen daño por placer. ¡Que pedazo humano!, es lo que tendríamos que decir. Porque los animalitos pueden ser pesados, como las moscas; cortos, como los burros; sucios, como los cerdos; o locos, como algunos perros maleducados por dueños violentos. Pero malvados o pervertidos, como tantos humanoides, ni de coña, vamos. Ellos atacan para sobrevivir. Nosotros lo hacemos para divertirnos. Por fortuna, cada día hay más conciencia entre la gente de que los animalillos no son cosas que podemos utilizar y desechar a nuestro antojo, de que los animales sufren en el cuerpo y en el corazón, de que el que es incapaz de conmoverse ante el dolor de un animal es que tiene la sensibilidad en la suela de la chancla. No hay más que observarlos o jugar con ellos, si son caseros, para notar cuánto sienten. Si un animalito no te produce cierta ternura es que no te la produce nadie. Ayer, por cierto, llevé el hámster de mi hija a la clínica y volví a comprobar lo maravillosamente bien que tratan los veterinarios a los animales. No paró de hablarle, de calmarle mientras le hacía pupa, de acariciarlo. Ojalá los médicos fueran así con sus pacientes. Pero los humanos mordemos con las palabras, que eso sí que hace daño, y nos tenemos demasiado miedo los unos a los otros. Por eso también ves gente capaz de no mirar a la cara al vecino, aunque se esté muriendo, y dar un amor ridículo al primer perro que pase por su acera. ¡Qué pedazo de humanos! A mi hija, que es naturaleza y sensibilidad casi en estado puro, los animales no la atacan. Muchas veces vamos a la pajarería del barrio, que tiene todo tipo de bichos exóticos, y mete la mano en jaulas de miedo. No te preocupes, me dice, éste ya me conoce, y los que me conocen no me muerden. Nosotros no tenemos esa humanidad. De momento.