Historia
Laura Walcott (y IV)
Con el aire en calma y la calle escampada de agua, se nos echó encima la niebla que medraba como lana en el río. Se veían apenas las luces de la Quinta Avenida suspendidas en la bruma como manchas fluorescentes en un dálmata dormido. Laura Walcott se detuvo al borde de la visibilidad y yo me acerqué en tres pisadas lentas que dudé si querían alcanzarla o preferían no llegar. Se volvió hacia mí. Su aliento se enredó al dedillo en el mío, ceñido al tacto, como un ocho acomodándose a lo largo de una trenza. Era como si nos estuviésemos mirando separados por el resplandor de una vela con la córnea de la llama forrada con un colirio de agua. Rocé sus labios con la precavida piel de los míos y supuse que lo que vendría luego sería tan natural, tan irremediable, como siempre supuse que sería compartir con el hambre el suculento bocado de un beso. Mi cuerpo se volvió entonces la réplica faldera del suyo y recuerdo que del hambre de nuestras bocas sin brida quedó apenas entre la niebla el hueso mamado de la saliva. Entonces puso la palma de una mano sobre mi boca y me rogó que no siguiese. Me dijo: «Hace frío y tengo cosas que resolver. Te esperaré mañana a la misma hora en el Oak Room del Hotel Algonquín. Me sentaré en la misma mesa en la que me viste hoy. Ni nuestras pisadas habrán olvidado el camino, ni habrá bruma bastante para borrar del mapa la ciudad». Yo acepté y ella se subió a un taxi que destiñó de rojo y amarillo la comisura del amanecer, como una herida de carmín propagándose en canal por un algodón amarillo. Entonces eché mano a mi pañuelo y vi que estaba desteñido y que conservaba apenas el mosto gris de nuestras frases. No recuerdo muy bien qué hice aquel día. Sé que amaneció y que anduve algo perdido, como un perro que hubiese perdido su ladrido en la boca de otro perro. Por la noche acudí al Hotel Algonquín y me senté en mi mesa del Oak Room. Esperé un buen rato por si aparecía Laura Walcott. Se me acercó el camarero. «La señorita de ayer no vendrá esta noche. Se pasó temprano por el hotel, me encargó que la disculpase con usted y dejó una nota escrita en el revés de la factura que le entregaré cuando haya tomado su copa, señor». Pedí un «Manhattan» y lo bebí lentamente sin sed. Entonces el camarero me trajo la factura y mis ojos se reencontraron con los de Laura Walcott en el fino alambre de su caligrafía: «No tomes a mal mi ausencia. Habrá otras noches y volverán a la ciudad las lluvias de octubre. No dudes de mí, ni pierdas calma. Conservaré en mis labios la pegadiza sinceridad de los tuyos. Por favor, deja en esta historia un párrafo incompleto por si pierdo otra vez la esperanza el mismo día que pierdas tú de nuevo el avión».
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