Crítica de libros

Ideología con piel (y V)

La Razón
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Hay algo en el rústico primitivismo de la ideología anarquista que la convierte en una manifestación casi por completo emocional, de modo que más que una doctrina yo creo que el anarquismo es un instinto. Su implantación sólo puede conseguirse por medio de la seducción, evitando a cualquier precio la tentación de imponerlo, recurriendo a una mezcla de sugestión y catequesis, a sabiendas de que la imposibilidad de que cuaje socialmente lo asimila a la milagrosa probabilidad de que, gracias al calor que lo pudre, brote un pollo en el interior de un huevo sin incubar. En una ocasión me reuní con un grupo de anarquistas y nada más comenzar la sesión, alguien muy sensato dijo que en nombre de la pureza de nuestras ideas contrarias al orden lo lógico sería que el único acuerdo fuese el de desconvocar de inmediato aquel encuentro. Mi vida ha sido desde entonces una errática y cambiante sucesión de episodios en los que a veces ni yo mismo tuve mucho que decir. Conservo mi fondo rebelde e insurgente y la indolora insolencia ideológica del viejo romanticismo social, pero la verdad es que salvo la de comer las sardinas con las manos, todas mis aspiraciones anarquistas se vieron defraudadas. Cada vez que surgen en mis sueños los impulsivos instintos libertarios, no tarda en irrumpir un empleado de la SGAE y me pone en fuga, así que creo que el único recurso defensivo que me queda es que en mi próximo sueño me acompañe un perro que arremeta a dentelladas contra el intruso recaudador. Por lo demás, desde mi recreativa y bendita propensión libertaria me limito a ver cómo pasa la vida, ese asunto felino, hermoso y fugaz que a mí me parece un coche con poca gasolina en el que en cualquier caso siempre están de más los frenos. Aunque mis tentaciones libertarias están intactas, debo reconocer que mis expectativas ya no son en absoluto las de antes. Se necesita cierta juventud fisiológica para desmontar el orden social y yo ya no estoy para esos trotes. Por eso desde mi balnearia y nostálgica raigambre anarquista me limitaré a resistir los imponderables ordinarios de la vida en sociedad hasta el momento en el que ya no pueda cortarme por mí mismo las uñas de los pies. Admito que el Estado sea mi irreconciliable enemigo, pero no soportaría que fuese también mi podólogo.