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Perros con malaria por José Luis Alvite
A veces reflexiono sobre los efectos de la niñez en la vida de la gente y llego a la conclusión de que lo que malogra la existencia de algunas personas es la irrupción del conocimiento en el orbe que al principio ocupaba casi en exclusiva el instinto. Recuerdo una estival siesta con fiebre en el Cambados de mi infancia, atenazado por un sopor de pantano en el cocedero de una cama sudada, con la tarde plural y ruidosa ocurriendo como ladridos de cerámica en las voces callejeras y expósitas de los niños. Al otro lado de la puerta mi madre hablaba con el médico en un tono confidencial y preocupado. Desde las ingles me subía hasta la cara el aroma ácido del sudor, como si bostezase entre mis genitales el asma irrespirable y caliente de un perro. Tuve la sensación de sobrevivir al borde del sueño en una alcoba camboyana, recluido con malaria en un país pancreático, cálido y embarrado en el que incluso era extranjera su bandera, mientras en mi cabeza se estrenaba a duras penas la menstrual fluorescencia de la razón y en el desorden de la calle al otro lado de la ventana entornada agonizaba el gas de las farolas del siglo pasado y moría, con puerperal pudricie de yegua reventada por el hambre de los canes, la última tarde de la próxima semana. Mi madre vino entonces desde su mundo a aquella alcoba camboyana y dijo que me pondría bien. Y yo no supe si aquella era una buena noticia o tendría que apenarme. Dos días más tarde remitió la fiebre y salí a la calle. Y entonces vi con desencanto que la chamarilería camboyana se había esfumado de las aceras. Y comprendí que aquella fiebre había sido la ocasión para darme cuenta de que en mi vida nunca más volverían a tener razón los instintos.
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