Historia

Crítica de libros

José Luis Brea (In Memoriam)

La Razón
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Nada resulta más pradójico que la muerte: constituye lo más íntimo, lo más profundo e insobornable de cada sujeto –su «ser», por así decirlo, aquello que es «lo propio» por excelencia de cada persona-, pero, al mismo tiempo, representa el otro radical, lo abyecto en su grado sumo, lo que, puesto ante nuestros ojos, jamás podrá ser comprendido por extraño, por violento, por invasor. Nacemos para morir y, sin embargo, jamás hemos sido ni seremos capaces de entender el por qué de la desaparición. Además, y como señala Heiddeger, ante la imposibilidad de experimentar la propia muerte –porque, en ese momento, el ser deja precisamente de ser y se sitúa un paso más allá del mundo de la exepriencia-, sóno nos queda vivir la de los demás, asistir a la suspensión de sus vidas.
Ates de ayer, ha fallecido José Luis Brea: probablemente, el mayor teórico del arte y la cultura visual que este país ha tenido nunca, un visionario que no le ha importado ganarse la incomprensión de los muchos con tal de luchar –con su serenidad característica- por un modo de entender el estudio de la visualidad contemporánea que, con mucho, superaba el marco de expectativas de la crítica española. Pero, sobre todo, José Luis ha sido y seguirá siendo siempre un gran amigo, un maestro sin ansias de protagonismo, una mente preclara como pocas que ha impreganado a cuantas personas se le acercaron y trabajaron cerca de él. Pocas, muy pocas veces en la vida se tiene la oportunidad, la suerte, de cruzarse con un espíritu tan elegante, tan exquisito, tan entregado ética y existencialmente a una labor, situada mucho más allá del trabajo y del deber profesional. José Luis –parafraseando el título de uno de sus grandes textos, Las auras frías- se ha caracterizado por su «pasión fría» por el mundo, por una templanza que le ha permitido encajar cuantos avatares y accidentes intervnieron en su vida. Y, desde luego, el de su enfermedad no fue menos. La suya ha sido una lección ejemplar, estremecedora por su entereza, de lo que podríamos llamar una «ética del adios». Murió escribiendo –lo que más le hacía feliz-, manteniendo la lucidez hasta el último momento, agarrándose a la palabra como principal síntoma de vida. Ahora, los que nos quedamos, los que le hemos admirado, y leído, y escuchado, y aprendido de él, sólo nos queda contribuir a poner en valor el más grande corpus teórico que el pensamiento visual en castellano haya alumbrado jamás. Hasta siempre, amigo.


Pedro Alberto CRUZ SÁNCHEZ / Consejero de Cultura y Turismo