Cataluña
Mentira instituida
Los nacionalistas mienten. Se han inventado la gran mentira del español antivasco y anticatalán. Es su coraza. En su muy antipático proceder, ellos son libres de despreciar a quienes se sienten españoles, vascos y catalanes incluidos. Pero la mínima crítica a una acción, pensamiento o actitud nacionalista les autoriza a sentirse víctimas de una persecución en la que el perseguido es su único perseguidor. La crítica y el desacuerdo con el nacionalismo es una manera de afirmar el amor que, como español, se siente por esos territorios amordazados. Entonces se abre la nueva mentira. El nacionalista español. No puede existir el nacionalista español por cuanto el español es consecuencia de la unión y el mestizaje, no de la desunión y la elevación a alturas imposibles de las diferencias. Como madrileño, y también vasco, y catalán, y andaluz, y montañés, me considero un afortunado por formar parte de Madrid, de las Vascongadas, de Cataluña, de Andalucía y de la Montaña. Por formar parte y ser parte de todos y cada uno de los rincones de España. El español no puede ser llamado nacionalista porque no quiere distinguirse de unos u otros, y menos aún, dar una patada al resto para confirmar su separación o instinto de superioridad. Es nacionalista el que quiere separar, no el que desea unir lo que lleva unido más de mil años. Está claro que se han cometido, a lo largo de nuestra Historia, graves errores. Pero las víctimas sufrientes de esos errores no han sido siempre las tierras vascas o catalanas. España es la grandeza de sí misma y la miseria de sí misma, por todos compartidas. Castilla, la gran y discreta callada, asiste con pasmo a la descomposición. Y el Reino de Valencia, y el de Aragón, con sus Señeras cuatribarradas que inspiraron a Carlos III, para su Armada, la institución de la Bandera de España. Eso, la Bandera de España, la «franquista», como le dicen los mentirosos y analfabetos. Así que Franco le dijo a Carlos III: «Diseñe mi Bandera». Y todavía los hay que lo entienden así. El español está orgulloso de todas las tierras y peculiaridades de España. Somos mestizos de españoles con españoles. Y llevamos en nuestra sangre a los celtas, los visigodos, los romanos, los árabes y los judíos. También fenicios, comerciantes y mercaderes, no siempre de objetos sino de conceptos. España ha dejado su palabra, navegada por castellanos, extremeños, andaluces, vascos, catalanes, canarios, gallegos, asturianos, montañeses, valencianos, mallorquines y murcianos, en América, en Filipinas, en África… No lo hicieron discutiendo en la navegación hacia lo desconocido de este o aquel problema o diferencia local. Lo hicieron como un cuerpo compacto e irreductible. Y España se mezcló con aquello que encontró, principalmente con la maravilla de América. Instaló en el Nuevo Mundo la palabra y el cristianismo, con rotundos errores, en ocasiones con crudeza y sangre, pero hoy no se pueden entender los derechos del hombre, los avances de la justicia y la prosperidad de los pueblos sin el amparo evolucionado del humanismo cristiano. Cataluña está en América porque es España, y los vascos llegaron allí y prosperaron como españoles. Todo eso es lo que pienso cuando advierto las pequeñeces ridículas de nuestros nacionalismos, y escribo «nuestros» porque también son españoles. España está instalada en el mundo y sólo en España se siente discutida. Y quiere abrazarse, pero algunos sólo piensan en darse una patada a sí mismos despreciando a los demás. No hay un solo español anticatalán o antivasco. Sería un antiespañol. Es decir, un nacionalista.
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