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Un Papa sale al encuentro

La Razón
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Para las gentes de mi generación, la salida de un Papa de Roma sólo había ocurrido cuando había tenido que exilarse o cuando se había visto obligado a acudir, por ejemplo, al encuentro de Atila, tal y como veíamos en los libros escolares al Papa León el Grande, montado a caballo y con la mano alzada, deteniendo con razones a aquel feroz guerrero. Pero no veo ahora a ningún Atila, aunque siga viendo a un Papa con la mano alzada y humildemente advertidora frente a todo un pensamiento y una sensibilidad europeas que se muestran orgullosos de su abandono del cristianismo y hasta parece que querrían extirparlo... ¿para que no volviera a renacer, como se decía de la hierba que pisaba el caballo de Atila?
Pero hace siglos que el Papa no tiene divisiones por las que preguntaba Stalin cuando no sabía, como Richelieu sabía del Abad de Saint-Cyran, que un solo hombre con espíritu de fe y de libertad es «más peligroso que seis ejércitos»; y ahora, para un cierto acerado bloque de poderes políticos y culturales en nuestra Europa, parece que no existe otro peligro que el cristianismo y el Papado; y, para esta anacrónica lucha, emplea sin escrúpulos la fuerza de las leyes con las que cerrar puertas, y levantar obstáculos, y echa mano de «los adelantos» de una gramática nueva, del forzamiento social y psicológico de la «agit-prop», del cambio de costumbres, y de la tanatociencia. Y no parece avergonzarse de actualizar la siniestra realidad del hitlerismo, tan insistente y retóricamente denostado, pero cuyas prácticas, entonces ocultadas e innombrables, se publicitan palmariamente ahora, tiñéndolas de humanitarismo y de nuevos e inalienables derechos fundamentales.
Y a esta sombra ciertamente son encarnados en la práctica, de nuevo, los principios de los dos grandes totalitarismos de que un hombre, su nacimiento y su muerte –e incluso lo verdadero y lo falso– serán lo que decida una ley cuyo fundamento está en su positividad misma, como la juridicidad entera del señor Stalin y del señor Hitler lo estaban.
En una reciente entrevista, Martin Mosebach ha formulado el propósito del Papado ante nuestra dramática situación: «Benedicto XVI ha elegido la misión más difícil. Quiere sanar las nefastas consecuencias de la revolución del 68 en la Iglesia de un modo no revolucionario. Este Papa no es precisamente un Papa dictador. Él invoca la fuerza del mejor argumento y espera que la naturaleza de la Iglesia sepa superar lo que es inadecuado para ella si se le proporciona una mínima forma de asistencia. Este plan es tan sutil que no puede ser presentado en declaraciones oficiales, ni entendido por una prensa vulgarizada de un modo casi increíble».
Pero no resulta fácilmente comprensible que ello enerve tanto y suscite la hosquedad y la inquina, en medio de la crisis de desnortamiento de nuestra cultura, contra quien recuerda simplemente, como lo hacía un personaje del prólogo de «El último puritano» de G. Santayana a otro: «Usted, como yo, tiene la inmensa ventaja de pertenecer a la tradición católica. Los dos hemos nacido claros, y no tenemos que conquistar la claridad»; a comenzar por la lengua, que no puede ser la lengua de madera de lo político-social y culturalmente correcto, mera gramática encubridora y sustituta del pensar.
Y así avisa humildemente el Papa de que el hombre debe seguir siendo el hombre, la santidad de la razón y la belleza no deben ser puestas a irrisión y desprecio –ni en el mundo ni en la Iglesia–; ni la razón debe guerrear contra la fe ni ésta contra aquélla. Pero, si la claridad de sus palabras enciende animosidades, como risas suscitaba el payaso del cuento de Kierkegaard, que avisaba de que había fuego y fue tomado a broma hasta que ardió el teatro, podríamos también nosotros desoír fatalmente esa suplicante voz que quiere sostener la razón, la belleza, y la esperanza. Y ésta, una virtud teológica, por cierto; no la furia que se escapó de la Caja de Pandora y nos embauca.