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Un grito en el estómago

La Razón
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No hay mucho que especular acerca del carácter desolador de la depresión emocional. Abunda la literatura sobre el tema y todos tenemos cerca el ejemplo de alguien que la padece. Yo la he conocido en mis propias carnes y en dos etapas distintas estuve apartado más de dos años de cualquier actividad productiva. Desinterés, melancolía, incapacidad de reacción, indolencia, cierto cansancio que no viene del esfuerzo… en cualquier tertulia de café hay siempre alguien que se conoce al dedillo los síntomas de una patología verdaderamente angustiosa y difícil de curar. En mi caso pude identificar todas y cada una de las características de la enfermedad, pero si tuviese que decir cómo se desarrolló en mi caso y de qué manera se me hizo evidente, recordaría que una día al salir de la ducha y mirar al suelo me di cuenta de que las uñas me habían crecido tanto que los pies me cacareaban al pisar descalzo. Comprendí entonces que la depresión me producía una desidia alarmante contra la que no tenía la menor intención de luchar. En algún momento avanzado del proceso llegué a encariñarme con la ida de que la metamorfosis del abandono acabase por convertirme en un hombre distinto, en alguien sórdido y negligente, de todos modos singular, que mereciese la reprobación de su familia y el ostracismo social. Estaba tan abatido y me podía tanto el cansancio, que luego de haber renunciado a cualquier esfuerzo, descubrí que incluso me fatigaba la pereza. Aún me emociono cuando recuerdo aquellos días tan terribles y pienso en la noche en la que me sentí tan solo, tan desesperado, con tanto miedo al vacío, y al mismo tiempo tan cobarde, que pensé que la única manera de llamar la atención sin que se supiese era tragarme la boca y pegar luego un grito autista dentro del estómago. Ahora me encuentro mejor que antes, pero anoche tuve un brote de aquel silencio hueco y carbónico de la depresión y me sentí incapaz de hacer nada que no fuese contener a duras penas las ganas de llorar. Era tarde y estaba solo frente a la pantalla del ordenador. En un instante repasé mi vida buscándole una explicación desesperada a lo que me estaba sucediendo. No averigüé nada en concreto, sólo vaguedades que por mi bien prefiero no reconstruir, y prendí un cigarrillo por si el ademán de fumar cansaba en mi brazo el precario gesto de ahorcarme en él. Y entonces, al filo de las cuatro de la madrugada, comprendí que mis amigos de Facebook estaban al otro lado de aquella pantalla y que ocho horas más tarde esperarían mi voz en el programa de Carlos Herrera. En ese momento apreté los dientes con los ojos, me comí las lágrimas y decidí escribir. Y puede que no haya escrito nada que no mejore al arder, pero, sinceramente, mis amigas de Facebook no merecen verse en el aprieto de pagar a escote una corona de flores para un tipo que a veces mira la vida con una mirada casi celuloide, como si tuviese en las pupilas las descuidadas uñas de los pies.