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Hungría: nada que ver con el fascismo

La Razón
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En el estudio de los tiempos históricos cortos la cronología es muy importante. Así, hay que recordar que el 16 de junio de 1989, cuando la Hungría forzadamente comunista empezaba a romper las cadenas que la ataban a Moscú, un joven universitario llamado Viktor Orban se dirigía a la multitud reunida en la plaza de los Héroes para reivindicar la memoria de Imre Nagy, un hombre honrado, marxista de la primera época, que intentó lo imposible: crear el socialismo de «rostro humano», con libertad de prensa, pluralismo político y economía mixta.
Era 1956 y los tanques rusos se encargaron del asunto. Nagy, que se fió de la palabra de Moscú y abandonó su refugio diplomático, fue ejecutado en junio de 1958 tras un proceso secreto. Su tumba, sin nombre, estaba en un cementerio de Budapest y Orban, el joven universitario, pretendía que se le diera un entierro digno. Por aquellas fechas, quien esto escribe andaba por allí y recuerda perfectamente el ambiente ilusionado que se respiraba en la avenida Lenin y los primeros periódicos ciclostilados con el antiguo escudo real húngaro. También, el desconcierto de los viejos comunistas ante la falta de «respuesta» de una Unión Soviética, ya abocada a su final.

El tinglado se viene abajo y hay que darse prisa


Por aquel tiempo, otro estudiante húngaro, Ferenc Gyurcsany, afiliado al Partido, había llegado a presidente de las Juventudes Comunistas. Viendo que el tinglado se les venía abajo, cambió de actividad. La ingeniería financiera y el ladrillo le convirtieron en un tiempo récord en uno de los hombres más ricos de Hungría. Luego regresó a la política y de la mano del Partido Socialista llegó a ser primer ministro. Se acordarán ustedes de él porque fue el tipo al que le grabaron una conversación en la que reconocía paladinamente que las cuentas que su Gobierno había presentado a la Unión Europea eran más falsas que un dracma de madera y que el país estaba en ruinas. Tuvo que dimitir y en las elecciones de 2010 ganó por mayoría más que absoluta, con dos tercios de la Cámara, el partido de Viktor Orban, que es el actual primer ministro húngaro y se ha convertido en la «bestia negra» del progresismo europeo.

Que un izquierdista de libro y ateo militante, como Paolo Flores d´Arcais, te llame fascista viene en el sueldo. Lo malo es cuando se mezclan torticeramente los hechos. Hungría, sí, tiene un problema económico de envergadura y está pagando las deudas que dejó el anterior Gobierno socialista. Tal vez algunas de las bravatas de Orban sobre el FMI y el Banco Mundial y algunas de sus medidas económicas puedan ser criticadas e, incluso, puede estar justificado que la Unión Europea vea con resquemor el cambio estructural en el Banco Central de Hungría. Pero no hay nada en ello que permita hablar de «deriva totalitaria», «plaga del fascismo postmoderno» y «amenaza de contagio antidemocrático de toda la política continental», como hace el facundo Paolo Flores, de quien recuerdo su defensa de Garzón, también en términos apocalípticos: «El ataque al magistrado atañe a toda la Europa liberal y democrática. La acusación de prevaricación por investigar el franquismo es una amenaza neototalitaria».

No. La verdadera causa de que Orban y su partido estén bajo el fuego cruzado del progresismo occidental, experto en hogueras inquisitoriales, y de que se pida su expulsión de la UE es que ha elaborado una Constitución en la que Hungría se reconoce hija del cristianismo, reivindica la figura del rey San Esteban y la lucha contra el islam; establece que «la vida de un feto será protegida desde la concepción», considera que la familia es la base de la sociedad y, provocación intolerable, afirma que el matrimonio es la «unión entre un hombre y una mujer».

No hay que darle vueltas. La mano de tortas, mediáticas, que se están llevando los húngaros nada tiene que ver con el fascismo.