Japón

Volviendo de Panamá por Francisco Rodríguez Adrados

He vuelto de Panamá, en donde asistí, junto con el director de la Real Academia Española y varios de los académicos, al XIV Congreso de la Asociación de Academias de la Lengua Española, con representantes de todos los países americanos que hablan nuestra lengua, incluidos los EEUU.

La Razón
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Y de la Embajada española y el Instituto Cervantes.

Es el único foro mundial en el que España ocupa el primer lugar: lo preside, las decisiones comunes sobre la lengua son acatadas por todos. Están orgullosos de hablar español, nos escuchan sobre la próxima nueva edición del Diccionario y sobre otras publicaciones más, los escuchamos, nos distinguen dentro de un ambiente de hermandad.

Púdicamente, callamos sobre nuestras desgracias: sobre que, pese a nuestra Constitución, en algunos lugares de España los españoles no estén autorizados a hablar su lengua y aun paguen multas por escribirla en público. Son cosas que sólo dentro de la familia más estrecha pueden llorarse.

Salimos de aquella España en tensión, el día antes de las elecciones, votamos por correo tras un maratón burocrático. Y llegamos al país del Caribe, al bello país tropical, verde, con la orilla perlada de rascacielos, con la ciudad vieja llena de recuerdos españoles. La Plaza Mayor y la Catedral, plazas y calles amplias, antiguas iglesias, un teatro casi francés (pero es de 1908), todo en trance de restauración. Y un Museo espectacular. Y el verde de la selva y el azul del Pacífico al pie de la ventana, y el Canal: espléndido tránsito de la riqueza de los mundos, espléndido espectáculo.

Y la acogida cariñosa de los académicos y su presidenta y del presidente de la nación y de todos. En la calle, la gente sonríe, su habla suena como música. Menos tensión que aquí, domina la sonrisa. Y un viejo aire amistoso. Los periódicos apenas hablan de las cosas de fuera, todavía tienen espacio para las cosas mínimas: «perro muerde niño en Japón», la indignación y pancartas de algunas mujeres: el Presidente a una de ellas, del partido contrario sin duda, la habría llamado «gorda». Fíjense.

Volvemos a España. Tras las elecciones, con victoria de Rajoy, como ya se presumía, el aire parece más calmado. Algún intento de traernos otra vez las provocaciones del 2004. Rubalcaba hablaba de «pelea», pero pocos le seguían. Rajoy parece poseer la famosa fórmula, la gente, de momento al menos, calla y espera, aunque es cierto que con una ya innata desconfianza. Pero los políticos hablan y sonríen, ¡hasta los de ETA, que ya recibieron su premio, intentan ampliarlo! Sólo aparece adusto el sindicalista de las barbas, se me vienen a la memoria antes que su nombre, también las huelgas con piquetes, su especialidad. Esperemos, confiemos. Parece que la prima de riesgo baja, menos mal. Pero en los sitios en que todavía estoy presente se nota ya el avance de la miseria. La Universidad Complutense ha decidido no reponer las bombillas que se funden en las escaleras de las viviendas de profesores, no calentar en vacaciones las bibliotecas ni laboratorios. Porca miseria. En el Consejo de Investigaciones, la primera editorial del país en temas de Humanidades, aprueban la publicación de libros para el 2012, pero añaden en nota que no tienen dinero. Así apruebo yo cualquier cosa. Aguardamos con paciencia, en una tensa desconfianza. Ignoramos cómo se llegó a esto. Parece que nadie lo sabe. Aunque es claro que se gastaba lo que no se tenía. ¿Por qué? Ese sistema, el sistema socialista de gastar sin tener,ha fracasado, por mucho Carlos Marx y Marsellesa que se le eche encima. Y ya no tiene los votos necesarios, ni siquiera con ayuda de los separatismos y de multitud de extravagantes que ponen la mano. ¿Se aprenderá la lección, alguna vez?

Quién sabe, al menos guardamos las formas. Voy, me invitan a la celebración de la Constitución en la Casa de la Comunidad (al taxista tengo que indicarle cómo se llega a Sol, a eso hemos llegado). Dentro, todos apelotonados, apretujados de pie, infinitos personajes de todos los partidos, hasta un obispo. A todos los oradores se les escucha con respeto, empezando por Dolores Carrión, delegada del Gobierno en Madrid, que habla, dice, por última vez (menos mal, es la que protegía a los indignados y los ocupas en las mismas narices de Esperanza, de Dª Esperanza, creo que se merece el Doña). Habla luego la propia Esperanza, todo correcto, se le escapa alguna alusión a los acomplejados que no creen en España ni su Historia. Elude elegantemente referirse a los que la violan. Torrentes de aplausos. Ahora van a cantar los niños. Pero aguantar de pie dos horas más es para mí «too much». Me marcho. Y sigo esperando, entre crédulo e incrédulo, como todos. Esperando de todas formas, parece que lo peor ha pasado, el hombre se repone, al final sale a flote. Es la celeste, divina esperanza de Rubén.

Mejor esta filosofía que la de Carlos Marx.

 

Francisco Rodríguez Adrados
De la Real Academia Española