Asia

China

Despedida china

La Razón
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Muy a pesar de mis amigos –que insisten en que me quede en los Estados Unidos– estoy a punto de abandonar esta hermosa tierra situada al sur de la línea Mason-Dixon. Como era de esperar, en el momento de despedirnos, el tema de conversación ha vuelto a girar en torno a España y hay quien ha considerado oportuno detenerse en el viaje asiático de ZP. Con enorme dificultad, he logrado orillar el tema de Miguelín como imagen de la economía española porque conozco a mis anfitriones y sé que alguno habría dicho que el muñecote se parece a nuestra situación en que hay gente que vive de enchufarse a la teta o en que su cerebro y el de nuestros políticos tiene un desarrollo similar. Pero justo cuando me las prometía felices y pensaba yo que evitaría tan doloroso trance, ha habido quien se ha detenido en China. «Puede que lo que le voy a decir le suene extraño», ha comenzado, «pero China es un bluff». «¿Cómo dice?», he preguntado completamente sorprendido por lo tajante de la afirmación. «Quiero decir que la supuesta fortaleza económica de China es una farsa. Total y absoluta. Créame», ha remachado. Por un instante, he guardado silencio, pero confieso que ha tocado mi curiosidad. «Disculpe», musito, «pero no sé si he llegado a comprenderlo. ¿Pretende usted que China no es fiable como potencia económica? Pues cuenta con un crecimiento…». «Ficticio», me interrumpe, «absolutamente ficticio. Ellos hablan de cifras cercanas al diez por ciento, pero no se le ocurra creerlos. Llevan años manipulando sus datos y el año mejor que han tenido no han pasado del cuatro por ciento. Está bien, sí, pero no es lo que cuentan». Nuevamente, me he quedado sin palabra. «Pero… bueno, quizá el crecimiento no sea el que dicen, pero basta ver la costa del Pacífico…». «Basta verla para darse cuenta de que ya han llegado a lo más que pueden llegar. Corrupción, crecimiento desordenado, falseamiento de cifras macro-económicas, competencia desleal con el resto del planeta y, sobre todo, unas estructuras políticas que impiden que aquello pueda ir bien. El día menos pensado tendremos un terremoto chino…». La última frase ha estado a punto de provocarme un escalofrío. Seguramente si no ha sido así hay que atribuirlo a la temperatura generosamente alta de estas latitudes. «¿No cree que exagera un poco?», me atrevo a balbucir. «Permítame darle un dato», me concede con una sonrisa más amable de lo que yo habría esperado, «¿Sabe usted cuántos millones de viviendas tienen los chinos construidas y sin posibilidades de vender?». Reconozco humildemente que lo ignoro. «No menos de sesenta y cuatro millones», me dice, «Sesenta y cuatro millones de viviendas que han subido astronómicamente de precio gracias a la corrupción de los ayuntamientos y de los constructores, tanto que en el imposible supuesto de que sesenta y cuatro millones de chinos abandonaran el interior y se fueran a vivir a la costa no podrían comprarlas. ¿Cuánto cree que podrá aguantar China antes de que explote esa burbuja inmobiliaria?». Lo ignoro, pero, mentalmente, estoy haciendo números y llego a la conclusión de que, en términos proporcionales, nuestro sector de la construcción aún está peor que el chino. Magro consuelo, porque ¿qué puede suceder en un mundo donde el número de parados chinos llegue al veinte por ciento?