La entrevista de Amilibia
Ascensor
Entro al ascensor y estoy a punto de que me suba a casa cuando uno se me mete aquí acezando: -¡Hombre, Sidonio! ¿Qué se te ha roto ahora? -¡Por favor, Don, escuche, que tengo que decírselo. -Ahora voy a subirme a mi rincón -No importa: déle al botón, que se lo cuento según subimos. -Que esto es un ascensor, no un confesionario. -Da igual: tiene que oírme, que no puedo conmigo, que llevaba meses atendiendo a mi madre moribunda, que con los adelantos le estaban alargando el hilo, hasta que ayer, ya, ni pulso que le siento, y llamo a Urgencias, y vienen, y la examina la médica y declara que ha muerto la pobrecita. -Vaya. Pésames, Sidonio. -Escuche, Don, que ahora viene lo malo: que toman nota, y se largan y allí me dejan con ella cubierta con la sábana. -Ah. -Pues que lo que hago, maldito de mí, es que me entra una alegría que en mi vida, ni cuando me dejó doña Beatriz, que en el arrebato me echó a la calle, y de bar en bar, piropeando a las camareras, convidando a «tò» Cristo -Y ¿qué? -Que al despertar de la resaca me ha entrao un remordimiento que se me retuercen las tripas, que cómo puedo ser tan malnacido, que, en vez de quedarme deshecho, lo que me entró es una alegría que me puso por las nubes -Y ¿qué quieres? -Pues que, como a ella no puedo pedirle perdón, si me podía perdonar «usté» en su nombre. -Ah, pues ego te absolvo. -Y ¿no me pone penitencia? -Sí: vete a casa, que allí te espera el papeleo de la difunta.
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