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Éxito de Obama y de Bush

La Razón
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Sólo se puede calificar como un éxito la determinante operación militar de los marines de EE UU que ayer terminó con la vida de Osama Ben Laden en un complejo de lujo, convertido en un fortín, en Abbottabad, una ciudad a pocos kilómetros de la capital de Pakistán, Islamabad. Al margen de los detalles concretos, que aún se desconocen, y a la espera de que se haga pública la imagen del dirigente islamisma abatido para disipar especulaciones conspiratorias ya en marcha, no cabe duda de que asistimos a un capítulo histórico que reafirma el liderazgo mundial de Estados Unidos y cohesiona al pueblo norteamericano con sus líderes. El éxito ha sido de Obama, pero también de George W. Bush en la medida en que fue el presidente republicano quien puso en marcha la maquinaria que ha terminado con la vida de Ben Laden. En suma, una victoria de todo el pueblo norteamericano. En su discurso a la nación, Obama afirmó que «se había hecho justicia» y que era fruto de un pueblo unido contra el terror. En efecto, así es. Tanto la Administración Bush como la actual no cejaron en estos 10 años hasta descabezar a Al Qaida o, al menos, hasta arrebatarle a su líder y símbolo. No obstante, tras la euforia lógica que se vivió ayer entre los estadounidenses, no se debe caer en el espejismo de que la amenaza ha sido conjurada. La muerte de Ben Laden no significa el fin del terrorismo yihadista. Obama lo sabe y por eso quiso subrayar en su discurso que Estados Unidos no está en guerra con el islam, «porque Ben Laden nunca ha sido un líder islámico, sino un criminal». Lo cierto es que, en estos últimos diez años, Al Qaida ha extendido sus tentáculos y, según los expertos, cuenta con tres grandes filiales en el mundo: en la Península Arábiga, Irak y el Norte de África. Desde 2009, sus células en Yemen y Arabia Saudí se convirtieron en Al Qaida de la Península Arábiga (AQPA). Las autoridades de este país estiman que el número de milicianos supera los 300. Al Qaida del Magreb Islámico (AQMI) también se mantiene activo, con secuestros de occidentales y con ataques suicidas como, probablemente, el de Marraquech. Y Al Qaida en Irak se concentra en la ejecución de atentados especialmente sanguinarios. Es verdad que la eliminación de su carismático guía ha desarbolado anímicamente a los yihadistas desplegados por todo el mundo, también a los que se esconden en las sociedades occidentales haciéndose pasar como cuidadanos ejemplares. Pero no se debe ignorar que su sucesor, el astuto y brutal Al Zawahiri, recogerá el testigo y activará sus medios de propaganda para hacer de Ben Laden el mártir ejemplar e inspirador de todo «buen musulmán». La guerra contra el terrorismo islamista y sus colaboradores, lejos de terminar, ha entrado en una nueva fase con derivadas aún inciertas. El mundo musulmán atraviesa uno de los momentos más convulsos y esperanzadores desde la época de su independencia. Si cuaja el camino hacia la libertad y la democracia, los días de Al Qaida estarán contados. Pero si se frustran las esperanzas de los pueblos de fe musulmana, los herederos de Ben Laden encontrarán el campo abonado para su «guerra santa».