Nueva York
La última de Clint
Hablar aquí y ahora de la última película de Clint Eastwood, cuando la principal demanda es de agitación ideológica, resultará como escribir buena literatura en Vogue. ¿Quién echa a competir un comentario si lo que se espera son los colores de unas fotos de alta costura? Nadie, según cuenta Gay Talese, va a un burdel a escuchar al pianista por virtuoso que éste sea. Pero, en fin, como los grandes partidos insisten en prometer que contarán con nosotros y nos harán felices la próxima vez, la llegada de la nueva de Eastwood nos ha hecho recordar que la felicidad es sentarse en la terraza de un café a esperar que pasen las mujeres o encontrar un par de horas para ver una película. En envejecer, que es el único aprendizaje, anda desde hace treinta años Clint Eastwood. Empezó pegando tiros entre Almería y Nueva York, se domó con el jazz de Charly Parker y todo lo que ha venido después (desde «Sin perdón» hasta «Gran Torino») han sido dones regalados, regalados a nosotros. Decrépito Harry El Sucio, encorvado, surcada la cara, con la voz de catedral, es, sabiendo que esto no lo leerá Scorsese, el mejor director de cine vivo (y qué Dios lo guarde muchos años). Yo creo que hace felices a las taquilleras y a los acomodadores. Una vez que llega a cartelera, se ilumina aquello que decía en «Los Puentes de Madison». «Los viejos sueños eran buenos sueños, no se realizaron pero me alegro de haberlos tenido».
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