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Vida revolucionaria

La Razón
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Últimamente, mis lances de activista progre son muy intensos. Los frentes se multiplican. El trabajo se acumula sobre mis espaldas que soportan una pesada carga. Aún así, procuro iniciar mis jornadas con el mejor ánimo. Me levanto a una hora prudente (entre las once y las doce y media, cuando ya me achicharra el lomo el sol que entra por la ventana). Diligente y presta a la lucha, me inclino ante los retratos de Lenin y de Felix (Dzerjinski) que tengo sobre la cómoda y que supervisan y custodian mis sueños con mucha más eficacia y contundencia que los angelitos de la guarda a los que me encomendaban mi madre y mi abuelita cuando era niña. Dónde va a parar. No se puede comparar a dos activistas vigilantes del estado con dos espíritus de cuento infantil. Sería como poner en una balanza a un camarada koljoziano contra la sarna kulakiana. Sí, escribo estas palabras emocionada, para el mundo: ahora pertenezco a la casta de los «stajanovtsi» (los mejores). Produzco a toda máquina. Sé que las minas de carbón y de mica aún requieren muchos brazos, pero que yo estoy llamada a hacer la revolución desde otros medios de producción: los de la propaganda. Debo continuar predicándole al pueblo «tierra» y «pan», aunque todos los camaradas del Soviet tenemos muy claro que el pueblo no va a recibir más tierra que la de las macetas. No le daremos la tierra, la colectivizaremos. Y el pueblo tendrá que entenderlo según vayamos avanzando en los planes quinquenales. En fin, me vuelvo a inclinar ante los camaradas tristemente desaparecidos. Me aseo un poco (suficiente para no parecer una escoria burguesa). Levanto algo la mano, cierro el puño a la altura de mi mandíbula, al estilo soviético, y salgo a la calle a enfrentarme con los Enemigos del Pueblo. Paso antes por la oficina-control de la Universidad y, junto a un par de compañeros cuya buena disciplina proletaria está lejos de toda sospecha, me dirijo al frente. Una pequeña multitud arde de cólera y un camarada activista, al mando de un plan anti-kulak (los kulaks son esa escoria campesina que pretende ser propietaria de la tierra), el camarada, digo, califica el discurso de Espe de «fascista y hitleriano». Aplaudimos a rabiar. Estamos de acuerdo. No es justo que alguien así ocupe el Palacio de la Duma, que pertenece al pueblo. Ése es un ejemplo de cómo la huella de la podredumbre zarista, con la que pretendemos acabar, sigue presente por todos lados. Otro compañero, trabajador del acero, enarbola una pancarta donde podemos leer «Espe, si me quitas el 5 te la hinco». Mis compañeros y yo lo felicitamos entusiastamente, aunque nuestra sonrisa se ve enturbiada por la presencia, a nuestro alrededor, de trotskistas, esquiroles y otros reaccionarios. «Si Madrid revienta, que reviente», dice alguien, y gritamos de placer, coreándolo. «¡Si nos tocan los c j n s…! ¡Somos capaces de cualquier cosa». «¡Vamos a entrar a matar!»… (Jolines. Llevo una vida tan emocionante que no se puede aguantar).