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Los Ángeles

Cannes: los Dardenne recuperan la esperanza

Dos títulos hicieron ayer grande a esta edición de Cannes: la francesa «The artist», un hermoso homenaje al cine clásico, pero, sobre todo, la nueva y esperanzada cinta de los Dardenne.

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No ganarán su tercera Palma de Oro por «Le gamin au vélo», pero no será porque no se la merezcan. Los hermanos Dardenne admitían ayer en Cannes que esta es su película más luminosa, «la que nos ha sido más fácil rodar, un cuento de hadas para tiempos de crisis», una versión de «Caperucita Roja» donde hay «un hada madrina, un niño perdido en el bosque y un lobo que lo quiere tentar». A su lado, a concurso, una película tan brillante como «The Artist», del francés Michel Hazanavicius, empalidecía injustamente en una jornada que aplaudimos a rabiar.

Basta con dos minutos de proyección para saber que estás en el universo de los Dardenne. La sombra de «Rosetta» es alargada: Cyril (magnífico Thomas Doret) es el hermano gemelo de la chica de los gofres, siempre en movimiento, escapándose para buscar algo, una flecha que el cine impulsa con elipsis que cortan a destajo los tiempos muertos, esos momentos en los que el cuerpo se ve obligado a pararse.

A partir de un abrazo
La película nace y se hace a partir de un abrazo, el que un niño desesperado le da a una desconocida, Samantha (Cécile de France), en la sala de espera de un médico. Ese abrazo lo es todo, porque anticipa la trayectoria de un personaje que lo rechaza porque lo desea. Esa tensión entre la ira y la necesidad de afecto es la que mueve a Cyril, y la que agita toda la película como un calambre. Es el cuerpo eléctrico del niño el que nos transmite esa impresión de rabia e incomodidad: la rabia que siente después de que su padre (Jéremie Renier, habitual de los Dardenne) le diga que no quiere verlo nunca más y la incomodidad de saber que puede empezar de nuevo con alguien que intenta servirle de refugio, y cuyo cariño desinteresado no puede entender.

Es admirable el modo en que los Dardenne evitan dar cualquier explicación psicologista sobre el comportamiento de sus personajes. Es la gran virtud de su obra, la virtud que los convierte, hoy por hoy, en los únicos que pueden poner en práctica un cine social libre y riguroso, sin falsos maniqueísmos. Si la realidad es lo que más importa, hay que acercarse a ella en presente de indicativo, sin atender a las ideas, sólo a los hechos y las acciones: ni una sola razón que justifique la decisión de Samantha de acoger a Cyril, ni un solo dato sobre el contexto familiar de Cyril que no sea el de un padre que detesta tenerlo a su lado.

Sólo, sí, la generosidad de los gestos equivocados y la energía de la velocidad de un cuerpo herido que llegará a tiempo de recibir ese segundo abrazo que los Dardenne nos escatiman.
El mismo amor que los Dardenne sienten por sus personajes es el que siente Michel Hazanavicius por el cine clásico. «The Artist» tiene todo el aspecto de un experimento posmoderno, pero evita por completo cualquier asomo de cinismo o de sarcasmo. Se trata de imitar los hábitos del cine silente sin que notemos la diferencia entre la copia y el original.

Experto en ejercicios de apropiación –en «La classe americaine» montó y dobló imágenes de títulos que procedían del catálogo de la Warner para construir un relato de cosecha propia– y parodias cariñosas –suya es «0SS Nido de espías, El Cairo», con un ojo puesto en James Bond y el otro en «Flint, agente secreto»–, Hazanavicius ha firmado una película que parece un objeto encontrado, una miniatura de orfebre que reivindica nuestras deudas con el cine de los orígenes en tiempos ferozmente digitales.

Melodrama y «star system»
«The Artist» cuenta el auge y la decadencia de una estrella de cine en el tránsito del mudo al sonoro. A partir de la figura de George Valentin (espléndido Jean Dujardin), mezcla perfecta de John Gilbert y Douglas Fairbanks, Hazanavicius representa un momento de cambio y lo integra en la estructura narrativa de un melodrama calcado a las películas románticas que, a finales de los veinte y principios de los treinta, consolidaron la idea del «star system». «The Artist» no se contenta con reproducir los manierismos del cine de la época, prefiere jugar a malabares con ellos. Signo de la libertad con que Hazanavicius ha trabajado su premisa es la inclusión de la hermosa banda sonora que Bernard Herrmann compuso para el «Vértigo» de Hitchcock para el clímax dramático de su película.

Es un momento que no desmerecería al lado de cualquiera de los cuentos de «Sesión de cine», de Robert Coover, un ingenioso anacronismo que exprime toda la emoción de una situación arquetípica. No es el único: el encuentro entre Valentin y su amor imposible en las geométricas escaleras de un edificio de Los Ángeles o la sorprendente irrupción del sonido en la pesadilla del actor acreditan la capacidad de «The Artist» para desmarcarse de las limitaciones impuestas por su punto de partida. Cuando, al final, el sonido se apodera de los zapatos de claqué de los protagonistas, lo que queda es una celebración del cine de una vitalidad contagiosa.

Desde lo más profundo de una secta
Ganadora del premio a la mejor dirección en Sundance, «Martha Marcy May Marlene» recibió ayer una cálida acogida en la sección «Una cierta mirada». La ópera prima de Sean Durkin funciona más como el estudio psicológico de una identidad resquebrajada que como un retrato documental del mundo de las sectas. Aterrorizada, Martha escapa de lo que parece una comuna y llama a su hermana por primera vez en dos años. Desde el momento en que ésta la acoge en su opulenta casa de veraneo, el relato se bifurca para explicar la vida de Martha en la secta y la progresiva disolución de su identidad en un presente que parece encarnar los valores burgueses que odia el líder del grupo que ha anulado su voluntad durante todo este tiempo.

Durkin ha confesado que la película es fruto de su interés por las sectas, a las que ha dedicado meses de investigación. El personaje de Martha está directamente inspirado en las experiencias de una amiga suya que había pasado por el doloroso proceso de deslavado de cerebro que exige salir de una. Sin embargo, Durkin no imprime un espíritu didáctico al relato, porque la vida cotidiana en esa granja que es medio harén, medio cooperativa agrícola, se desliza por los resquicios del presente con una cierta ambigüedad. A Durkin le interesa cultivar la inquietud –su película de cabecera es «La semilla del diablo»– y una incómoda sensación de amenaza, haciendo rimas visuales entre dos tiempos que resultan angustiosamente simétricos.

Rithy Pahn no necesita viajar al pasado para plasmar sus horrores. Como en «S21, la máquina de matar», le basta la palabra filmada para denunciar lo innombrable. Es el método de «Shoah»: el testimonio invoca la monstruosidad del genocidio. En «Duch, le maître des forges de l'enfer», Pahn entrevista a Kaing Ghek Eav, uno de los mayores criminales del siglo, responsable de la muerte de al menos doce mil personas, antes de pasar por los tribunales. El resultado es escalofriante, no sólo por obligarnos a compartir el arrepentimiento de un asesino en serie, sino por hacernos entender que mató para cumplir con su deber (comunista).