Buenos Aires
Argentina abre proceso a la tortura
El Gobierno Argentino, a través de la secretaria de Derechos Humanos, ha presentado ante el Tribunal Oral Federal 5 su alegato contra doce ex jefes de la ESMA, la Escuela de Mecánica de la Armada, acusándolos de delitos de lesa humanidad y pidiendo para todos reclusión perpetua. Se trata del grupo de tareas «3.3.2.» entre los que destacan su jefe, el capitán de navío Jorge Acosta, por mal nombre «El Tigre», y su mano derecha, el teniente de navío Alfredo Astíz, alias «El Niño». Después de 35 años, tras dilaciones, leyes de punto final y presiones de la Marina, se abre el juicio por la ESMA al no prescribir el genocidio en lo que será principal exponente de la represión militar en el Río de la Plata.
La ESMA es una conjunción de paralepípedos sin gracia, de tres alturas blanqueadas, en la provincia de Buenos Aires, encajonada entre la autovía que lleva al delta del Paraná y uno de sus ramales. No es un lugar discreto: solo unos melancólicos jardincillos apenas estorban la visión de sus fachadas. «El Tigre» Acosta organizó allí por órdenes del almirante Massera un centro de detención clandestino. Aulas, despachos y galpones de maquinaria se compartimentaron con tabiques de cartón piedra en celdas minúsculas en las que los detenidos, desnudos, podían estirarse de costado o unos encima de otros. En los sótanos las salas de tortura se reducían básicamente a la parafernalia de la picana. Se ataba al detenido («chupado») a un somier metálico, se le baldeaba con agua para aumentar la corriente y se le aplicaba electricidad al glande, el escroto, la vulva, los pezones, el ano, la lengua, las encías. El periodista Héctor Chimirri, que sobrevivió, se cortó media lengua con los dientes, en los espasmos. Si no tenías nada que contar, te lo inventabas. 5.000 argentinos habitaron este infierno.
«El Tigre» Acosta revolucionó la psiquiatría. La «3.3.2.» operaba con una flota de «Ford Falcón», sin chapas, de color verde, lo que era una chapuza de inteligencia ya que en cuanto atisbabas un auto verdoso intuías el peligro. El grupo de tareas vestía vaqueros, zapatillas de deporte, chupas y capuchas de lana negra. Chupaban a cualquiera y tuvieron la suerte de dar con Marta Bazán, una guerrillera de nivel medio. «El Tigre» la torturó personalmente y se produjo el arco voltaico de que la supliciada se enamorara perdidamente de su sayón. Quizá sufriera un brutal despertar al masoquismo más extremo pero desarrolló el Síndrome de Estocolmo hasta límites insospechados. Restaurada la democracia no pidió ayuda, sino que acompañó libremente a Acosta a Suráfrica y regresó con él a Argentina sin testificar jamás contra él.
El teniente de navío Alfredo Astiz está dotado de unos rasgos infantiles y angelicales que inspiran confianza. Como jefe operativo del «3.3.2.» se infiltró entre las incipientes Madres de la Plaza de Mayo como pariente de un desaparecido. De los doce solo se encontraron cuatro cuerpos, no los de las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, por lo que «el Niño» está reclamado por la Justicia gala. Tenía un método: chupar a los habitantes de una casa sospechosa y esperar dentro a ver quién llegaba. Dagmar Hagelin, sueca de 16 años, atleta de fondo, fue a visitar a una amiga y al encontrarse con hombres armados y encapuchados corrió por la vereda como velocista. Astiz separó las piernas, apuntó con las dos manos y gritó «párate flaca», disparándola en la cabeza. Viva, la metieron en la baulera de un «Falcón» llevándola al Hospital Naval de Buenos Aires, donde no se volvió a saber de ella. Argentina no extradita a sus militares pero la insistencia de franceses y suecos impide al oficial salir del país.
Durante la guerra por Las Malvinas le pusieron al frente de «Los Lagartos», comandos de élite de la Armada y desembarcó en un submarino fondeado en las deshabitadas Georgias del Sur. Helicópteros británicos hundieron el submarino y desembarcaron tropas en los hielos ante las que Astiz se rindió incondicionalmente. Prisionero en Londres, fue devuelto a Buenos Aires al final del conflicto. En un semáforo porteño el del auto vecino le preguntó de ventanilla a ventanilla: «Sos Astiz». El boludo dijo sí, y el interpelante le sacó del coche por las solapas y le partió los mofletes dejándolo tirado en el piso moqueando y pidiendo socorro. El juicio a esta deshonra de la Marina es necesario aunque resulte tan tardío, pero también es electoralista. Las presidenciales del año próximo son inciertas para la señora Kirchner, y este proceso dará satisfacción al dividido voto peronista.
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