San Sebastián

Los senderos

La Razón
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Lo primero que hacen los presidentes del Gobierno, al tomar posesión del Palacio de La Moncloa, es agarrarse la cabeza con las manos ante el espanto de su perspectiva hogareña. Se trata de un palacio inhóspito, sin personalidad, y parece decorado por un esquimal borracho. Lo que tendría que ser el recibidor es el salón, y los metros cuadrados perdidos son más que los habitados. A medida que pasa el tiempo, los presidentes del Gobierno descubren la parte positiva de La Moncloa, que son los jardines y los senderos paseantes y paseados. Pero se cansan pronto. Las responsabilidades políticas y la afición a observar a los pájaros, los árboles y las flores están reñidas. Adolfo Suárez tardó mucho en recuperar su buen ánimo cuando dimitió. Leopoldo Calvo Sotelo se clausuraba en un salón y pulsaba las teclas del piano, como en el epigrama de Bretón: «Doña Tecla, la de Yecla,/ es tecla muy singular./ ¿Para qué sirve una tecla/ que no se deja tocar?». Felipe González, en su largo y agónico descenso, se refugiaba en un invernadero y admiraba y cuidaba su colección de «bonsáis», esos árboles enanos, que hoy se guardan y ofrecen en el Real Jardín Botánico de Madrid. José María Aznar practicaba el «jogging» por los senderos, sin reparar en los petirrojos, reyezuelos y herrerillos, y pensaba mientras corría en las recomendaciones de Arriola, siempre equivocadas. Tan equivocadas, que Rajoy, en la actualidad, persiste en el empeño. Y Zapatero ni toca el piano, ni cuida «bonsáis», ni corre por los senderos pensando en Arriola ni nada que se le parezca. Zapatero ha caído de lleno en la depresión monclovina, la jaula de oro de su Sonsoles, y si se atreve a pasear le abuchean hasta las ardillas. Ha ingresado en el espacio fronterizo con lo insólito. Se juntan las criaturas del bosque animado de Wenceslao, y lo pitan. Al menos, así lo cree Zapatero, que es lo fundamental. Un pescador de San Sebastián, allá en mi infancia, tuvo que abandonar su profesión porque creía que todas las gaviotas que habitaban las costas desde Machichaco al Cabo Híguer, en Fuenterrabía, la última roca de España antes de alcanzar el espigón de Hendaya, se la tenían jurada. Manía persecutoria, se llama eso. El pescador, según él, era sistemáticamente atacado por centenares de gaviotas que buscaban con sus picos gualdas y anaranjados llevarse sus ojos como si fueran anchoas. Y dejó de pescar. Se estaba volviendo loco. Una tarde, paseando por el muelle de San Sebastián, una gaviota le arreó un picotazo. Algo de razón tenía. Y se instaló en Aranda de Duero, donde no llegan las gaviotas ni por casualidad. ¿Qué hará Zapatero cuando intuya que los pitorreales desean horadarle el cogote, los petirrojos picar sus narices y las ardillas morder sus calcetines? ¿Serán las humildes y bellas criaturas del bosque monclovino las que consigan lo que no han podido lograr seis años de Oposición blandorra y mal interpretada? Para mí, y lo escribo con mi mayor respeto, que la expresión del Presidente del Gobierno se asemeja un bastante a la del pescador perseguido por las gaviotas. Mira sin ver, y para colmo, mira mal. Su sonrisa se ha helado. En el fondo, desea abandonar el recinto de los pájaros silbadores y las ardillas malencaradas. Sus oídos reciben y graban pitadas y abucheos. Se le aparecen fantasmas. Y se sabe en su final político. Demasiado alto ha llegado, así que no se queje. Me inspira misericordia su rotundo fracaso. Ancha es Castilla, con León incluida. Busque su refugio para restar tranquilo allá donde las ardillas hagan acopio de nueces y castañas y los pájaros silben al sol, y no a sus orejas.