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La mujer que sentó a la Junta en el banquillo

Solitaria, esquiva, tenaz e independiente. Así es la elegante juez que ha llevado a la cárcel a la corrupción institucional de la Junta de Andalucía: implacable

La mujer que sentó a la Junta en el banquillo
La mujer que sentó a la Junta en el banquillolarazon

Los jueces, que deciden sobre la hacienda y la libertad de los hombres de fortuna y de los malaventurados, debieran ser una sombra, casi la carne mortal del concepto de justicia. No figurar, pasar desapercibidos. Pero según la magnitud de los casos a instruir, del coche a las puertas de las audiencias, las aceras se ensanchan hasta convertirse en platós. A fuerza de repetir el mismo tramo, entre papeleras de la calle Génova de Madrid o gitanas que venden la suerte por un puñado de romero en los juzgados del Prado de San Sebastián de Sevilla, su señorías ganan famas y nombradías. Para algunos indeseadas y, para todos los demás, inmerecidas.

La juez Mercedes Carmen Alaya Rodríguez, a su pesar, ha ganado, más que la fama, un misterio y alguna leyenda. Hace tres años, la instructora del caso de los ERE se topó entre montañas de papeles con el hueso de un diplodocus. La instrucción de Mercasevilla, además de una faena colosal, fue el fogonazo de linterna con el que ver los primeros prejubilados fraudulentos, como en una exploración arqueológica. Sólo era una pezuña. Desde entonces, reconstruye minuciosamente, hueso a hueso, el espinazo de un gran animal de corrupción recostado en toda la geografía andaluza y con presencia en las ocho provincicias desde finales de los noventa. En números parciales, unos mil millones de euros empleados irregularmente. En cuestión de cuantías públicas, tan incomprensibles cuando hay exceso de ceros, es necesario emplear la contabilidad de Camus para los muertos. Poner la cifra de caídos y aclarar el número de cines, de teatros o de estadios de fútbol que se llenarían con tantos cadáveres. En contabilidad pública, con 1.000 millones de euros se hubiera pagado el funcionamiento de Canal Sur –1.600 empleados y tres canales– durante cinco años completos.

Discreta como el confesor de una reina, Alaya ha ido desbaratando con precisión de artificiero las trabas que los poderes públicos han diseñado para controlar su investigación. En la Junta, deshabituada a elementos díscolos que perturben su eficaz red clientelar, Alaya es causa principal de estupefacción. La ambivalencia de la estrategia del Gobierno socialista andaluz ha hecho que mientras el presidente Griñán dice subirse a la tarima para colaborar con la justicia, su aparato de propaganda insiste en que la juez trabaja en connivencia con el PP y es, al cabo, una logrera política.

Sobre este particular, un concejal popular dice: «No sé qué ideas o simpatía partidista tendrá la juez. Nunca hemos hablado de eso, pero conociéndola como la conozco y considerándome su amigo, si yo estuviera en algún asunto turbio no tendría indulgencia para actuar contra mí». Bajo su pulso, la indagación judicial de los Expedientes de Regulación de Empleo ha crecido, demandando más espacio en los juzgados sevillanos. La propia juez reclamó un nuevo despacho donde custodiar el cerro de documentos. El decano, Federico Jiménez Ballester, accedió, poniendo a disposición de la magistrada un estancia adicional.

La estética de los legajos
El mismo Jiménez Ballester fue el encargado de tramitar una prórroga que vence el próximo mes de abril para que Alaya evitara entrar en el sorteo de nuevos asuntos y pudiera concentrar su tiempo en los ERE. La magistrada sigue asistiendo las guardias –canal por donde entra un 80-90 por ciento de los casos a instruir–, aunque LA RAZÓN ya puede adelantar que el Consejo General del Poder Judicial ha autorizado que, al menos por un periodo de seis meses, Alaya cuente con un juez de apoyo. Su incorporación depende del Miniterio de Justicia y podría estar trabajando en las próximas semanas. Una vez que sea adscrito, se repartirá las tareas con la titular.

En el trajín de los juzgados de Sevilla, Alaya siempre ha pasado como una sombra. Ajena, tímida, discreta, su fondo de armario ha acabado por competir con el de reptiles. No entra en corrillos ni mantiene relaciones estrechas con la judicatura. Gran parte de los magistados consultados para este reportaje repiten los mismos adjetivos: discreta, trabajadora, intelegente, tímida. Al exceso de trabajo, siempre le combina la estética de la prisa: cuando más prisa se despliegue más ocupado parece uno estar. Alaya arrastra una maleta como la que nunca tiene suficiente con un tren. Es un antídoto contra el estereotipo andaluz, tanto que siempre parece que acaba de llegar desde un lugar lejano a la estación de Autobuses del Prado, lindando con los juzgados.

Su belleza afrancesada y marmórea, tan indeclinable a sus casi 49 años –nació el 20 de junio de 1963–, fue elegida (miss) «Borrega» al inicio de curso de Derecho de la Universidad Hispalense de 1981. Dentro de las antañonas novatadas, los nuevos matriculados eran encerrados en el aula magna y sometidos a chanzas y sarcasmos. Entonces se elegía a la alumna más guapa, se le obligaba a sentarse en una silla senatorial y, desde este trono improvisado, era paseada en andas por la facultad durante una prolongada procesión exaltada y bullanguera. Alaya fue una alumna deslumbrante, aplicada, constante. Su currículum no acusó ni su temprana maternidad ni su boda de veintañera. Ambas circunstancias llegaron hacia mitad de la carrera de Derecho.
Sólo se le escapó un «¡coño!»

Su expediente académico es intachable y como opositora a la judicatura sus esfuerzos lograron plaza en apenas dos años. A finales de los 80 ya ejercía en Carmona (Sevilla). Posteriormente, se fajó en Fuengirola (Málaga), donde condenó por malversación de fondos a Sancho Adam, alcalde socialista de la localidad. Su sentencia fue ratificada cuatro años después por el Tribunal Supremo. Lleva casi treinta años casada con el mismo hombre, Jorge Castro García, un prestigioso auditor por el que, dada su vinculación con Mercasevilla, intentaron recusarla. Madre de cuatro hijos, los ataques «ad hominem» también han decorado leyendas urbanas sobre su apetito sexual y un encuentro en los juzgados.

Siempre huidiza y hermética, el interrogatorio que acabó enviando al ex director general de Empleo de la Junta, Francisco Javier Guerrero, a prisión se prolongó hasta las dos de la madrugada del sábado 3 de marzo. Uno de los abogados de la acusación casi saliva como el perro de Paulov al describir aquella sesión: «Es isotónica, monocorde, constante. Estábamos un coro de hombres derrotados y ella fresca como si acabaramos de empezar, con ese hilo de voz agudo y tenue, desbrozando el camino de la investigación como el que tricota en la madrugada.

Trató a Guerrero con educación y apenas se pudo entrever, ya muy al final, que le brillaban los ojos de cansancio. No pierde el compás, tanto que después de tantas horas de trabajo, lo más negativo que se puede decir es que se le escapó un ‘‘¡coño!'' Uno, digo, uno, solamente».

Hace apenas un año, sus compañeros de la promoción 1981-1986 celebraron los veinticinco años de su licenciatura en un conocido local del puerto de Sevilla, Puerto Delicias. Rozando el verano, las fotos de aquella celebración resaltan la resistencia al tiempo de Alaya, una madurez física de gran reserva. Su piel blanquecina y los cuidados que aplica, la asemejan con las protagonistas del Madrid decimonónico de Galdós, burguesas de paraguas para el sol y pamela. La efemérides de la licenciatura derivó en una cierta alegría con cante y baile. Ella, según aseguran quienes la conocen, acude a las fiestas pero no es de arrebatos ni de alegrías desatadas. «Es comedida, pero, cuando encuentra complicidades, se comporta como una conversadora larga».

Durante las tomas de declaración, Alaya hizo una exhibición de memoria, aportando datos, nombres y cifras para apostillar el relato de los imputados. Su instrucción de la causa de los ERE la enfrenta al mayor reto profesional de su carrera. Su tarea confirma que la gran corrupción institucional en Andalucía era públicamente secreta.

 

Veinte años de juerga y un día
Hace unos años, Francisco Javier Guerrero fue invitado a dar una charla en una agrupación socialista en el día de la Mujer Trabajadora. Campechano, locuaz, chistoso, se acercó al micrófono y ante un auditorio que ya sospechaba de su estado arrancó su breve discurso diciendo: «Las mujeres…las mujeres…las mujeres, ¡me gustan!». Un delegado de la Junta reclamó que parara porque, en su opinión, Guerrero no estaba en una taberna. Las mujeres en plural, pero no Mercedes Alaya, la juez que decretó su ingreso en prisión en la madrugada del pasado 3 de marzo. La generosidad del ex director general de Empleo, su prodigalidad y su ausencia de patrimonio, no empañan la magnitud de la cuantía de responsabilidad civil exigida por Alaya: casi mil millones de euros. Con Guerrero está también imputada, hasta ahora, una cuadrilla de altos cargos, que incluyen consejeros de Empleo, delegados provinciales, o viceconsejeros. Su magnética estética de golfo de manual ha servido a la Junta para trasladar la imagen de un tipo ya asilado y enviado a la leprosería de la cárcel.