Crítica de libros
Discrepancia y hemorroides
Uno no es nuevo en esto y sabe de la dificultad de contentar a todos sus lectores. Supongo que esa clamorosa unanimidad ni siquiera podría conseguirse firmando una hoja sin texto en la que cada cual escribiese lo que considerase más acorde con sus expectativas, con su inspiración o con sus gustos. En casi cuarenta años de oficio periodístico he aprendido que la discrepancia además de un derecho es también un instinto, de modo que a cualquiera de nosotros puede asaltarle en un momento dado la tentación de sugerirle al editor que en el quiosco se venda el periódico acompañado de una goma de borrar. Y aun así, con seguridad no faltaría quien protestase por entender que incluso un papel en blanco sería más interesante que fuese amarillo. Por eso el columnista cuenta de antemano con el cálculo de que se encontrará cada día con un determinado porcentaje de detractores dispuestos a proclamar su desacuerdo echando mano del recurso que pone a su alcance la sección de cartas al director o, en la edición digital, el fácil mecanismo informático de añadir comentarios. Eso no significa que al columnista le hagan mucha gracia los tirones de orejas o las simples objeciones, aunque uno comprende que pueden tener un sustancial valor pedagógico. Abunda sobre todo el lector que discrepa respetuosamente, plantea sus objeciones de manera contundente, pero educada, y entonces el columnista prende un cigarrillo, reflexiona y no le importa reconocer sus errores un minuto antes de disculparse por ellos. Siempre que se manifestaron con educación y con respeto, mis detractores me han enseñado bastantes más cosas que quienes simplemente me adularon, y la verdad es que eso tiene mucho que ver con mi convencimiento casi religioso de que los acontecimientos que te ayudan a dormir no son en absoluto más aleccionadores que aquellos otros que, por lo que sea, te alteran el sueño. Pero hay también lectores furiosos y desmedidos que confunden la réplica con la pedrada y lapidarían al columnista si pudiesen. Ejercen su crítica de manera grosera, a veces incluso obscena, y se retiran luego impunemente al amparo del anonimato. Yo antes creía que si hacían eso era porque se lo pedía su conciencia, pero ahora, al cabo de tantos años en este negocio, creo que en realidad la suya no es una reacción moral, sino un reflejo fisiológico, lo que me recuerda a aquel amigo mío del que todos alabábamos su elegancia natural al sentarse, hasta que descubrimos que lo suyo no era estilo, sino hemorroides.
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