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Melilla: la sorpresa del norte de África

Poco más de doce kilómetros cuadrados cobijan todo el misterio del Magreb, la honda historia de España y la explosión colorista de la arquitectura art decó... Melilla da para mucho 

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Enclave milenario, Melilla es una agradable sorpresa para el viajero ávido de nuevas experiencias. No es para menos, pues la ciudad fusiona todo el misterio de África con la pasión de España, convirtiéndose en una puerta que se abre para mostrarnos otras realidades, ya que cuenta con dos siglos de historia que se reflejan en la riqueza cultural de sus calles y sus gentes.
Poco más de doce kilómetros cuadrados bastan para albergar un complejo entramado social que rezuma autenticidad y vitalidad. A ojos de un viajero peninsular, la mezcla étnica de los melillenses es un lienzo fascinante, heredera de la sabiduría acumulada durante siglos de convivencia en la diversidad. En Melilla hay hueco para celebrar la Semana Santa cristiana, el Ramadán musulmán, el Hanuká judío o el Diwali hindú. Y para recibir, por supuesto, al visitante dispuesto a sacar el máximo partido a unos días en la ciudad. Las posibilidades son muchas: desde el encanto de las murallas centenarias de su ciudadela, hasta la explosión colorista de su arquitectura con más de 900 edificios modernistas y art decó.


Una ruta por la ciudad implica patearse con tranquilidad Melilla la vieja o «el pueblo», como cariñosamente definen los melillenses –aunque cada vez cobra más fuerza la denominación de ciudadela–. Nombres aparte, este entramado de callejuelas cobija la verdadera esencia de la ciudad, gracias a un recinto fortificado que comenzó a construirse en el siglo XV sobre la roca y que sirvió de asiento a la antigua ciudad de Rusadir de fenicios y romanos, destruida y reedificada varias veces a lo largo de la historia como consecuencia de las invasiones de vándalos y árabes, así como de las luchas de las tribus bereberes.


De todo aquello el viajero aún puede contemplar un conjunto monumental compuesto de cuatro recintos separados por un foso o cortadura. Los tres primeros se internan en el mar, mientras que el cuarto se adentra en el continente. Merece la pena detenerse en este último, ya que aquí se encuentran los fuertes del Rosario y de las Victorias, desde donde se realizaron los disparos del cañón «El Caminante», que determinaron los actuales límites de Melilla.
La travesía continúa en la Plaza de las Culturas, corazón de la urbe. En pocos pasos el viajero se da de bruces con la Melilla del siglo XIX, formada por los pequeños y coquetos barrios del Fuerte de San Carlos, Fuerte de San Miguel, Alcazaba y Mantelete. Desde la plaza se puede subir por la carretera de la Alcazaba para contemplar una panorámica del Frente de la Tierra y parte de la Ensenada de los Galápagos. Y al descender, el camino dirige al viajero hasta el Foso del Hornabeque, trasladándolo a épocas pasadas.

El triángulo de oro
La faceta moderna de Melilla tiene un encanto muy especial. Dejando atrás la ciudad del siglo XIX, el paseo puede comenzar por la hermosa Plaza de España, presidida por el Palacio de la Asamblea, buen ejemplo de arquitectura art decó. Desde allí vale la pena prolongar el paseo y visitar las manzanas que forman el barrio conocido como el «triángulo de oro» por la calle Duque de Almodóvar hasta su final.
 Con tanto caminar no es de extrañar que se abra el apetito. Pero eso en Melilla no es ningún problema. La riqueza cultural de la urbe también se traslada a sus fogones, ofreciendo al forastero una extravagante mezcla de sabores y olores en la que no faltan los frutos propios del mar con las recetas especiadas del norte de África.
Como buena ciudad mediterránea, Melilla conserva y promociona la costumbre tan española de las tapas y los pinchitos «maridados» con un vino o una refrescante cerveza. El centro, los aledaños del paseo marítimo y el barrio del Real son una estupenda zona para poner en práctica el «deporte» del tapeo, acompañado esta vez por un té de hierbabuena que sólo se prepara aquí o por un apetecible cus-cus al más puro estilo árabe.

Compras a buen precio
Además de una ruta gastronómica, Melilla invita al viajero a disfrutar de una sorprendente jornada de compras, no sólo por la diversidad de los productos, sino también por lo atractivo de sus precios.
En la zona comercial de la ciudad abundan las tiendas de musulmanes, judíos e hindúes en las que se pueden adquirir desde joyas bereberes y productos de plata y oro hasta ropa de marca, artesanía hecha en cuero, tapices, cerámicas de la zona, complementos y zapatos. Y todo ello bajo la alegre atmósfera de los zocos africanos, con la ventaja de que no hay que abandonar España.
Y aquí no terminan las posibilidades que regala Melilla. Definida como la ciudad europea más cercana al desierto, la urbe se alza como el punto de partida ideal para iniciar diferentes rutas de aventura por los oasis, las dunas, las palmeras y los misteriosos pueblos del sur.
Una excursión obligatoria es la que empieza en el Cabo de Tres Forcas y Kelaya, península en la que se sitúa el macizo montañoso del Gurugú y la albufera de Mar Chica. En Kelaya merece la pena visitar las luminosas calas de Tramontana, Puntanegri o Charranen. Algunas de ellas son de finas y doradas arenas que hacen las delicias de los aficionados a la pesca, mientras que otras están repletas de restos históricos de culturas que por allí pasaron, como el Atalayón o Cazaza, donde desembarcó el último rey de Granada, Boabdil «El Chico».