Artistas
Rostros sin firma
A veces, de madrugada, ocurre que del rostro de una mujer se va esfumando el maquillaje y cuaja lentamente la fisonomía de alguien con quien no contabas, los rasgos de una persona distinta, una feminidad intrusa y gastada en la que se conserva apenas cierto parecido con el rutilante retrato cosmético que habías estado contemplando durante la noche. Ocurre en ese caso como cuando el restaurador del museo pasa el paño por el lienzo de un cuadro y al llevarse la pintura descubre con sorpresa que debajo de aquella capa de color irrumpe el brote paulatino y sorprendente de una obra distinta, tal vez incluso la firma de un artista diferente. En general el rostro resultante al desvanecerse el maquillaje guarda cierto parecido con la luminosa obra anterior, pero a veces puede ocurrir que a medida que de los rasgos de una mujer va arrebatando la madrugada el aparente esplendor de la cosmética, quien asoma no es el vago parentesco de un rostro parecido, sino el letargo retroactivo de los gestos de su padre, incluso, en ocasiones, los rasgos pétreos y categóricos de Jack Palance. A algunas mujeres eso les preocupa mucho y esa es la razón por la que evitan exponerse a los efectos destructivos de la madrugada o corren a reponer la pintura en el tocador para que no asome en su rostro la genealogía concluyente de alguien inesperado, los rasgos del «okupa» que permanecía agazapado al amparo de un retrato que, a medida que se desmorona, desmiente la belleza cosmética y deja que asome sin remedio la verdad, el retrato limpio de afeites, la forense literalidad de un rostro drástico, implacable, mineral. Así es a veces la madrugada, tan desmitificadora, tan cruel. Pero no hay por qué preocuparse. A nadie puede sorprenderle la verdad de su aspecto, la devastación de la cosmética en beneficio de que prevalezca la dimensión real de la belleza con profusión de manchas y arrugas que nos revelan la identidad forense de la mujer a la que momentos antes había conocido revestida de la cautivadora falsedad del maquillaje, exultante gracias a la fertilidad casi literaria de los productos de belleza. Pero no hay por qué preocuparse. Es algo que ocurre de manera natural y sin que nadie se llame a engaño. Cada vez que una mujer se arregla por la noche frente al espejo del baño, sabe que la madrugada tiene sus riesgos y que en cualquier momento se le hará patente la prisa voraz con la que pasa el tiempo por nuestras vidas. Y sabe que es durante la madrugada cuando una mujer se da cuenta de que, en cuestión de segundos, la belleza se desvanece y en cualquier rostro la partida de nacimiento deja paso sin remedio al certificado de defunción.
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