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Una virgen y un solterón

La Razón
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Creo en la sinceridad de las mujeres que al enamorarse de un hombre infiel se proponen cambiar sus hábitos para transformarlo en un ser estable y doméstico que renuncie a sus costumbres anteriores, ponga en hora su reloj y colabore con entusiasmo en las tareas del hogar. Estoy menos convencido de que, logrado el objetivo, esas mujeres se sientan verdaderamente orgullosas de haber reeducado al hombre callejero hasta convertirlo casi en un electrodoméstico. A riesgo de que me desmienta la estadística, yo creo que hay pocas circunstancias tan destructivas de la pareja como sin duda lo es la convivencia intensa en el hogar, entre otras razones, porque con la intensificación de la vida doméstica surge a menudo la rutina, se generan costumbres sedentarias y el tipo callejero y mujeriego acaba por convertirse en el hermano solterón de su propia esposa. Una amiga mía que pasó por toda clase de relaciones con los hombres y es de mi opinión, me confesó sin vacilaciones la conclusión a la que había llegado: «Aunque digamos que nuestros criterios al relacionarnos con el otro sexo son estrictamente morales, lo cierto es que a muchas mujeres lo que nos gusta es conseguir que un hombre le sea infiel a su pareja. En el caso de que nos enamoremos de ese hombre, pretenderemos evitar que nos haga lo mismo. Y ése es el gran error, porque no podremos conseguir su lealtad sin echar a perder su encanto. Puede que consigas tu objetivo, pero ¿sabes?, no tardas en darte cuenta de lo destructiva que puede ser la familiaridad con un hombre reeducado». Mi amiga hablaba por propia experiencia cuando añadió su evocación de los motivos por los que decidió romper con el hombre callejero al que le había cortado las alas: «Ambos estábamos casados cuando nos conocimos. A mí me atrajo de él su ligereza moral y él se fascinó con mi facilidad para ignorar mi mala conciencia. Cada vez que nos citábamos en aquel hotel nos excitaba la idea de estar cometiendo adulterio. Fue la primera vez en mi vida que comprendí lo agradable que era meterse en la cama para no descansar. No tendríamos que haber cedido a la tentación de casarnos. Nuestro matrimonio fue un error, y cambiar los hábitos de aquel hombre, un estúpido capricho. La excesiva convivencia matrimonial acabó con nuestra ilusión y nos convirtió en hermanos. Habíamos sido felices mientras lo nuestro fue adulterio, pero no pudimos soportar la idea de estar cometiendo incesto». Un día acordaron irse cada uno por su parte y consideraron un acierto aquella decisión. Sabían que en el caso de seguir juntos, la rutina de la convivencia los convertiría en un matrimonio formado por una virgen y un solterón.