La Habana
El dolor de la verdad por Orlando Luis Pardo
Amanecí en la Iglesia en el templo Salvador del Mundo, en el mismo Cerro donde vivía Oswaldo Payá. El templo permaneció toda la madrugada abierto, lleno de amigos, activistas, de compañeros de Oswaldo y la familia. Amanecimos ahí. A las 8 de la mañana se personó la alta esfera cubana, también el personal diplomático, el nuncio apostólico aquí en La Habana y se celebró una misa. En la homilía se alabó la sinceridad, la pureza del alma de Oswaldo. Incluso se alabó su activismo político, dijo el cardenal, que siempre estuvo supeditado a su fe cristiana católica –pues tuvo muchos conflictos de conciencia– sabiendo cómo cumplir con la doctrina social de la Iglesia, porque él quería ser un político de la transición y, a pesar de algunas críticas que le hizo a declaraciones y a los portavoces de la Iglesia católica, nunca se alejó de su congregación. Esas palabras, incluida la vocación política de Payá estuvieron en boca del cardenal. De todas formas, el momento más impactante para la historia de Cuba fue las palabras que pronunció su hija de, Rosa María, y también su viuda, Ofelia Acevedo, cuando leyeron un documento en nombre del Movimiento Cristiano de Liberación, movimiento que se queda huérfano. Se habló muy fuerte de cara al Gobierno. Se responsabilizó al Gobierno cubano de cualquier cosa que les pudiera suceder a ellos, a esta familia que se queda desvalida, después de esta acción violenta que queda por aclarar. Se pidió una investigación exhaustiva y seria, de observadores, no con la misma Policía política de siempre. Se pidió respeto para la oposición en Cuba de cualquier signo, legitimidad para los movimientos pacíficos no violentos, y también del activismo político de la no violencia. Y se dijo todo ello a la cara de las autoridades eclesiásticas, los embajadores, el pueblo y toda la Seguridad del Estado que estaban escuchando. Ellas lo «silabiaron», sílaba a sílaba, porque estaban llorando. Yo creo que más que el dolor de la muerte, se trataba del dolor de la verdad, que duele como un parto que se ha pospuesto demasiado y que ya ese parto nos domina y nos duele el alma. Somos generaciones que tenemos la cicatriz irreparable, por eso cuando la pronuncian lloran. Evidentemente el dolor es muy grande, pero esta muchacha, de apenas 20 años, y la señora de unos 50, han vivido la misma experiencia del horror civil.
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