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Todo por la casta
Corruptelas y caciquismo. Del maestro Berlanga a Torrente, la pantalla ha dado fe de los vicios políticos
Es sabido que ni novelistas ni cineastas abordan la realidad candente, ni siquiera cuando el tiempo ha domado su ímpetu y puede plantearse ya como una reflexión crítica. En España, los guionistas siguen enganchados al «piko» de la Guerra Civil, quizá para evitar el abordaje de la corrupción, ya que pondría en peligro las cuantiosas subvenciones de que disfrutan. Al ser la corrupción transversal, gustosos pagan el precio de la amnesia. Pero no el maestro Berlanga, que siempre a contracorriente planteó en «La escopeta nacional» (1977) la corrupción política en el tardofranquismo. Visto con distancia crítica, este esperpento parece un cuento de hadas comparado con los tejemanejes de los crímenes del GAL, el expolio de los fondos reservados y la financiación ilegal del PSOE, a los que siguieron espectáculos tan alucinantes como la Marbella de Cachuli, el 3% del «estanco dorado» del oasis catalán, los «eres» y «peres» del cortijo socialista andaluz y docenas de «gúrteles» que vienen afectando a todos los partidos políticos.
De nuevo fue Berlanga quien recurrió a la bonita metáfora de «Todos a la cárcel» (1993) para poner en escena aquellos convolutos, desmadres y corruptelas del socialismo, un título que ha quedado como ese lugar imaginario donde se envía a los políticos sin escrúpulos, a falta de una justicia independiente que haga eso, justicia.
Quien definió a priori lo que iba a significar el ascenso del PSOE fue Mariano Ozores en «¡Que vienen los socialistas!» (1982). Las fuerzas vivas se confabulan para comprar al delegado socialista que ganará las elecciones utilizando todo tipo de sobornos con tal de no perder sus prebendas políticas y económicas. Al modo berlanguiano, Ozores fija magistralmente el cuadro de la casta parasitaria en su momento inaugural, aquel que anuda con una lazo pringoso los restos del franquismo con el socialismo rampante, al grito de: ¡Todo por la casta! Lástima que Ozores no dirigiera una peli sobre la trama de Marbella titulada «El caso Mala-haya». Sí lo hizo Santiago Segura, digno heredero de este cronista político de la España más cutre, en «Torrente 2, Misión en Marbella» (2001), en la que se parodia el submundo corrupto de «tal y tal» y el latrocinio institucionalizado del Ayuntamiento marbellí, similar a «Huevos de oro» (1993), de Bigas Luna, rodada en Benidorm, en la que el entramado de urbanismo salvaje, coca y cohechos mil jalonan la vida política local en promiscua alianza con el constructor hortera. Aunque a decir verdad, la única película que aborda de forma descarnada la corrupción es la serie televisiva «Crematorio» (2010). Aquí sí se funde corrupción urbanística con planes generales, concejales prevaricadores, subvenciones y financiación de partidos en una trama de caciques locales de la costa mediterránea valenciana, aunque los ecos de «Villa PSOE» o cualesquiera de los mil y un pelotazos que se han denunciado en la Prensa serviría para el caso.
Se diría que la corrupción política que ocupa a diario las portadas de los medios es mucho más estupefaciente que su pobre plasmación cinematográfica, sobre todo, cuando son los socialistas quienes ponen en escena espectaculares detenciones y macrojuicios, al estilo de los «realities» televisivos. Así no hay competencia posible.
El debate de la transparencia
Francisco Nieva, ACADÉMICO
«Es inherente la corrupción al ser humano. Quienes viven de cerca este tipo de situaciones se vuelven más tolerantes, se callan y miran para otro lado».
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