Grupos
Del «harakiri» al «kamikaze»
T okio es una ciudad con pocos delitos. Y el caso es que hay delincuentes. Se parece a Madrid, en cuanto pueden parecerse dos cosas diferentes. Por ejemplo: hay un clima de sol y sombra semejante en sus calles, y al fondo de sus kimonos, los tokiotas son muy madrileños. Juegan al pachinko con algo del vicio que ponen los de Madrid en el bingo. Les gusta el flamenco, la buena comida y el vino. La mafia Yakuza se corta un dedo de la mano como otros dibujan la sonrisa del payaso en la cara de un chivato.
Los delitos, suelen ser elegantes y selectos. Issei Sagawa, el Carnicero del Bois de Boulogne, se había pasado la infancia jugando a comerse a la mujer blanca. Ya de mayor, como estudiante en la Sorbona de París, le dio un tiro en el cuello a una joven holandesa y la descuartizó. Hizo filetes de sus glúteos y devoró parte de su cuerpo. Los desperdicios los metió en dos maletas y en un taxi los llevó al Bois de Boulogne.
Lo descubrieron en seguida y resultó ser un estudiante japonés talludito, de esos que en todo el mundo se quedan colgados en determinadas carreras, que repiten hasta la saciedad; pequeñito, poca cosa, con talento para la gastronomía. Incluso hoy pueden encontrar sus páginas en internet, donde aconseja las mejores salsas para las mejores carnes, incluida la carne humana.
Algunos japoneses creen en la naturaleza divina del emperador, como Yukio Mishima, escritor, narcisista y amante de la estética tradicional.
Yukio casi da un golpe de estado con el secuestro de unos cuantos militares y la petición de que se respete la vieja creencia del Japón de leyenda. Como al final no le hicieron caso y empezaron a reírse de él, en el mismo acuartelamiento donde pretendía hacerse oír, acabó suicidándose haciéndose el «harakiri»: en Japón simplemente se abren el vientre y piden a otro que les corte la cabeza para aliviar su sufrimiento, cosa que pasó.
El «harakiri» es una palabra japonesa pero algo macarrónica, como el «footing» lo es del inglés.
«Mishima o el placer de morir» es un libro del doctor Vallejo Nájera que nos hace comprender muchas cosas de los japoneses, incluido el hecho de que sean los turistas preferidos a la hora de robarles la cartera en la Plaza Mayor. El japonés ofendido es capaz de suicidarse, el japonés se suicida antes de consentir una humillación. Cuidado con el japonés, que tiene una alta consideración del ser humano como sujeto de respeto y dignidad. Su país es un lugar donde en la guía telefónica te recuerdan constantemente que en cualquier momento puede haber un terremoto «top» en la escala Ritcher como el que acaba de ocurrir. Eso no significa que tengan miedo a la vida, sino que lo enfrentan con una gravedad estudiada, como si fuera un ritual de resistencia.
En Tokio recuerdo la habitación del Hotel Imperial, cómoda y acogedora, con sus kimonos de rayas blancas y azules y su espléndida cerveza acompañada de delicatessen en forma de pequeños sándwiches exquisitos, todo un festival alimenticio para después de un vuelo de diez mil kilómetros. Recuerdo que te advierten de que los taxis te abren desde dentro, y mediante una resorte, la puerta de atrás, o sea que cuidado con acercarse de forma precipitada. Recuerdo la sopa, el sushi, las estaciones hormigueantes, el cuerpo increíble de las japonesas, la dificultad inicial de distinguir determinadas mujeres de simples niñas, y el ambiente general de laboriosidad, respeto y orden.
Duras leyes
En los túneles del Metro una secta apocalíptica arrojó un gas letal: sus componentes fueron capturados y condenados a la máxima pena. Japón es un país fuerte, de leyes duras, que se aplican en medio del teatro «kabuki», los restaurantes donde se come descalzo y las geishas que se ocupan de que no te falte un bocado. El Japón misterioso está debajo del barro del tsunami, esperando aflorar en la escritura, tan humana, de Kenzaburo Oé, o en la de otros de sus premios Nobel: en la noche mágica de la casa de las bellas durmientes, en las ramas de los cerezos en flor y en el fondo de un vaso de sake.
Nos perturba la mirada de un samurai en cualquier viajero del tren bala, como quedaron conmocionados los contendientes de la Segunda Guerra mundial cuando los «kamikazes» empezaron a estrellar sus aviones contra los barcos norteamericanos. Dicen que hacen falta siete años de estudio del japonés para leer la prensa, como el «Asahi Shimbum», periódico en el que he estado de visita; para entender a un japonés, incluso delincuente, hay que desprenderse primero de la soberbia de occidente.
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