Literatura
Aliento en las llamas
En la ficción de las historias del Savoy hay un personaje femenino por el que siento debilidad aun sin ser una mujer joven y atractiva, ni tan sólo porque se trate de un ser inteligente y sensible. Mi predilección por la escritora Kate Sinclair representa mi afición a las mujeres desencantadas, incluso un poco resentidas, víctimas de un desengaño sentimental y a última hora conscientes de que fue un error haber despreciado los placeres por supeditarlos a las ambiciones sociales. Una madrugada me dijo mi querida Kate Sinclair: «La primera vez que miré el reloj tenía veinte años y me parecía demasiado pronto para que los placeres malograsen mi deseo de ser una escritora reconocida. Dediqué todos mis esfuerzos a ese objetivo. La segunda vez que miré el reloj, había cumplido cuarenta y cinco años y se había hecho demasiado tarde para mi cuerpo. Dediqué toda mi juventud a labrarme un futuro y ahora me doy cuenta de que lo que necesito con urgencia es algo imposible: labrarme un pasado». Sabedora de que su angustia cronológica ya no tenía remedio, Kate se redimió desarrollando personajes femeninos obsesionados con el placer y reacios a la sensatez, «ese ridículo eufemismo de la cobardía». Su sensación de fracaso fisiológico es una constante en la relación coloquial que mantiene conmigo. Recuerdo una agradable noche de agosto, sentados al borde de una lumbre que ella misma había prendido en la arena de la playa con restos de un mueble de caoba, en una jornada sin brisa, con las llamas apenas resentidas por el aliento de la charla. Aun sin perder jamás la compostura, Katie no dudaba en torturarse con el remordimiento constante de aquella sensación de tiempo malgastado, de absurda entrega a una decencia que nunca supo muy bien qué hacer con ella. Me dijo: «Hace unos días cumplí cincuenta años. Aunque no lo celebré, fui incapaz de ignorarlo. Me miré al espejo al levantarme y no me sentí mayor, como otras veces. Ahora fue distinto. Llevo estampado en la cara el rostro de alguien que me odia. Tengo más años que cualquiera de mis muebles y no he sido más feliz que ellos. Cuando era joven me propuse triunfar en la Literatura y hacerme querer luego por un hombre amable que estuviese dispuesto a tomarse él las pastillas para mi jaqueca y que me abriese la puerta del coche incluso sin necesidad de tener coche. ¡Qué estúpida fui! A mi alrededor sólo hubo aduladores, tipos blandos y relamidos que se acatarraban al arrimarse al fuego de la chimenea. ¡Qué error! Lo más masculino que he tenido entre las piernas ha sido el aliento profiláctico de mi ginecólogo. Puede que te resulte extraño lo que voy a decir, amigo mío, pero lo cierto es que me angustia la idea de morir sin que ni una sola vez me haya hecho daño un hombre».
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