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Náufragos de corcho por José Luis Alvite
Nunca supe muy bien qué actitud adoptar frente a las noticias de naufragios. De niño leía con interés los tebeos en los que había inundaciones domésticas y flotaban los muebles. En el cine me impresionaron las imágenes del hundimiento del acorazado Bismarck, casi tanto como las secuencias de la última noche del Titanic. Eran calamidades en cierto modo elegantes, en las que nadie perdía la compostura, seguramente porque con frecuencia se trataba de tragedias recreadas con estilo en las que nadie dejaba de servirse el té por culpa de una escora de cuarenta grados a estribor. Muchas veces imaginé de niño que al aristócrata inglés lo despertaba a una hora intempestiva su ayudante de cámara para avisarle de que el buque en el que viajaban por el Atlántico estaba naufragando, y que Sir Arnold sólo se inmutaba porque no podía entender que la tragedia se presentase sin haberse antes anunciado. En mis naufragios imaginarios no hay un solo momento en el que lo trágico excluya lo sublime, de modo que el pánico cunde en pequeñas dosis y no afecta jamás a los hombres con clase, ni a sus flemáticas señoras. Hay en el literario porte de esa gente algo como insumergible que les permite reaccionar con el mismo aplomo que si fuesen de corcho. Supongo que se trata de una entereza entumecida y aristocrática que sólo existe en las novelas y en el cine, aunque yo recuerdo a tía Pepita sentada en una roca frente al mar, con el viento frunciendo la mantelería de la merienda y el pelo sometido por un pañuelo de seda, presintiendo el pasado: «De un caballero que naufragase desnudo, el mar siempre devolvía a la orilla sus guantes, su gabán y su chistera».
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