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Tierra o suelo por Ángela Vallvey
Decían los viejos economistas que en el principio de los tiempos los seres humanos vivieron «sobre» los bosques, los campos y los mares, y que en cuanto espabilaron un poco pasaron a vivir «de» los bosques, los campos y los mares. Frente a esa clase económica –o más bien: anti-económica– que es el campesinado, que a Marx ponía de los nervios, que se enraiza en la tierra y consume lo que produce, frente al campesinado conservador, anti-revolucionario y etc., el mundo se ha desarrollado conquistando económicamente los bosques, los campos y los mares. Pero toda economía se fundamenta en la propiedad, y de eso entienden mucho los campesinos que, sin embargo, no entienden de economía, según los economistas. Si bien la propiedad no parece tanto un criterio económico como un sentimiento. Un sentimiento humano, demasiado humano. Tener o no tener, que diría el otro, es algo que ha desvelado desde los tiempos del antecesor y su hacha de sílex hasta los de la baronesa Thyssen y sus cuadros. El ser humano, como las plantas, necesita tierra para sentirse propietario de algo. La emoción vegetal de la propiedad de la tierra le hace echar raíces y confiar en que puede crecer; esa posesión le da fuerzas. Pero, mientras el campesino piensa en la propiedad de la tierra, el urbanita, el hombre económico, delibera sobre el suelo. Urbanizable, por supuesto. Siempre se ha creído que el afán de convertir/invertir las ganancias en fincas era indicio de buena cabeza para la economía. Contra el dinero inorgánico, la biológica tierra, e incluso el suelo asfaltado, brillan como tesoros a los que nadie ha hecho ascos desde la época homérica a los imputados en la «Operación Malaya». Con burbujas y sin ellas.
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