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Anatomía de una falsificación

La venta a un ejecutivo de Goldman Sachs de una copia de Pollock destapa un escándalo de falsas obras de arte 

Anatomía de una falsificación
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En 2007, un financiero belga, ex gerente de los bancos de inversión Goldman Sachs y JP Morgan, llamado Pierre Lagrange, decide comprar una bella «action painting» de Jackson Pollock –«Sin título», 1950– a la prestigiosa galería neoyorkina Knoedler & Company, por 17 millones de dólares.

En 2011, Lagrange decide «salir del armario» y divorciarse. Para ello, necesita liquidez y opta por llevar su Pollock a subasta. Son malos tiempos para vender. Sus antiguos empleadores han salvado «in extremis» los trastos tras el crack de 2008. Acude a Christie's, una de las principales casas de subastas, y allí le descubren la falsedad de la obra.

Hagamos un alto en el camino. Examinemos la principal web que registra los precios de remate en subasta, Arprice.com. Christie's y Sothebys han subastado unas cuarenta telas de Pollock desde 1988.

La más cara no alcanza los 9 millones de dólares, y estamos hablando de épocas mejores. Si Lagrange pagó 17 millones de dólares, algo no encaja... ¿Cómo puede Christie's afirmar que una obra es falsa? En el caso de Pollock, hay un catálogo publicado en 1978 por Yale University Press, a cargo de Francis O'Connor y Eugene Thaw, con un suplemento de 1995.

La obra no consta en dicho catálogo. Cabe aún la remota posibilidad de que existan obras de Pollock no localizadas, pero Christie's tiene expertos.

Certificados oficiales
¿Qué parámetros se utilizan para confirmar la autoría? Depende del periodo del que sea la obra. Un artista del segundo tercio del siglo XX tiene recursos como la fotografía para catalogar su obra. E incluso hay publicaciones de época que dan fe de la presencia de tal o cual cuadro en una exposición. Sus herederos o amigos pueden estar vivos.

Luego están los certificadores oficiales, unas figuras a veces grises con derecho a dictaminar al precio de un diez por ciento del valor de la obra. Los saberes del certificador no caben en ningún libro. Hergé abordó este tema en su último álbum –sólo esbozado– «Tintín y el Arte Alfa». Si asesinas al experto, «democratizas» la credibilidad.

Y no podía faltar, claro, el pedigrí. Si una determinada obra ha pertenecido a un prestigioso coleccionista de arte, su currículum adquiere prestigio. Lo mismo sucede con determinadas galerías.

El prestigio de una galería como Knoedler, fundada en 1845, que ha expuesto y representado un sinfín de números uno del arte contemporáneo, es aval suficiente para creer que todo lo que vende es auténtico. La cadena del arte tiene eslabones débiles.

A veces es más fácil falsificar un certificado que esmerarse en la obra. La credibilidad reside en el avalador. Y «fabricar» un aval no tiene secretos: podemos registrar una academia, una fundación o un centro de estudios de nombre pomposo.

Compramos papel timbrado del Estado y emitimos un dictamen. Incluso podemos imprimir unos pocos ejemplares de una obra falsificada donde ésta aparezca junto a otras de autenticidad incontestable... Este procedimiento se ha llevado a cabo en España para avalar créditos con colecciones de arte cuyo valor más auténtico eran los marcos de los cuadros.

El último recurso, y el más caro, para certificar una obra es el examen científico. Hay muchos métodos: luz negra, rayos X, análisis químicos invasivos, espectroscopía. Y tres objetivos básicos: hallar anacronismos materiales –componentes en pigmentos y/o aglutinantes incorporados con posteridad a la fecha de la obra–, incongruencias gráficas –mediante grafología o la computacional codificación escasa, basada en fractales– o contradicciones iconográficas –como mezclar elementos de dos períodos distintos de un mismo artista–.

En el caso «Lagrange contra Knoedler» se descubrieron pigmentos en la tela de Pollock que no serían introducidos en el mercado hasta años después. Lagrange acusó, el 30 de noviembre, a Anne Freedman, la responsable de la galería Knoedler hasta 2009, y la galería, por si acaso, cerró sus puertas dos días después tras 165 años de credibilidad comercial.

Freedman declaró que había comprado ésta y muchas otras telas –de prestigiosos artistas como De Kooning, Motherwell, Diekerborn y Kline– a la mexicana Glafira Rosales. Rosales –según «The New York Times», relacionada con el empresario español José Carlos Bergantiños Díaz–, afirma que las obras proceden de un coleccionista mexicano que compró las telas a los artistas. Por ello no tienen certificado de autenticidad.

Friedman ya había tenido problemas con algunas de estas obras. Un Motherwell vendido a la galería Killala Fine Art por 600.000 dólares con un falso certificado de la Dedalus Foundation, otro Pollock vendido a Jack Levi –ejecutivo de Goldman Sachs– por dos millones de dólares... Y aún así, Friedman cree en la autenticidad de las obras. ¿Cuestión de fe? Algo así. Ante los tribunales, no es lo mismo pecar de tonto que de estafador. Credibilidad inversa, podríamos aducir...

Crisis de valores

Credibilidad. Ésa es la palabra clave. La realidad es para los filósofos... Un DNI acredita quién soy; el resto son conjeturas. Si Standard & Poors dictamina que la deuda de España vale hoy menos que ayer, no hay derecho de réplica. Lo mismo pasa en el mundo del arte. Está sujeto a una serie de «avaladores de credibilidad». El caso «Lagrange contra Knoedler» es un caso más de la crisis de valores que azota nuestra sociedad. Abajo, portada de «Tintín y el Arte Alfa».