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El derribo de los arquitectos

España cuenta con el doble de profesionales que Francia y la mitad de trabajo. La crisis del ladrillo ha herido de muerte al gremio, que trata de reinventarse.

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Hace poco, los jóvenes españoles soñaban con ser arquitectos. Era una de las carreras más valoradas hace apenas cuatro años. Se consideraba una profesión prestigiosa, con futuro, con la que uno podía enriquecerse, muy «cool» («guay»). Muchos estudiantes, como Ana Celada, de Toledo, y Gustavo Souto, de Madrid, que ahora cumplen 32 años, ya contaban con proyectos en ejecución antes de finalizar la licenciatura. Pero el monstruo de la crisis lo arrasó todo. «A veces no cobro en tres meses, ¿cómo hago frente a la hipoteca?», pregunta Souto, que es autónomo e intenta mantener a flote su propia empresa. «No puedo investigar o innovar, que es lo que me gusta. No hay tiempo ni dinero», añade Celada, también autónoma, muy creativa, y que, sin embargo, dedica todo su tiempo a la inspección técnica de edificios. Hace dos semanas tuvo que dejar la oficina alquilada que compartía con una compañera. Pagaban 550 euros. «La situación es dura. Antes estábamos endiosados, ahora casi damos pena», resume un tanto perpleja. El desmadre en la construcción, la especulación desbordada y la falta de serenidad en tiempos de bonanza golpeó de muerte el negocio de la construcción (y muchos otros).

Casas vacías
Las costas españolas se sembraron de multitud de residencias que ya no habita nadie. Los arquitectos formaron uno de los gremios peor parados de la explosión de la burbuja inmobiliaria. España cuenta con el doble de profesionales que otros países, como Francia, y la mitad de trabajo. En los años 70 no se llegaba a 0,1 arquitectos por cada mil personas. Ahora, son más de 1,1. Algunos estudios de arquitectura de Madrid o Barcelona han pasado de 70/80 trabajadores a 15/20. Los sueldos por empleado han bajado de casi 3.000 euros a apenas 1.000 en algunos casos. Y eso, los más afortunados. Muchos profesionales, tras más de cinco años de preparación, engrosan las listas del paro. Los que optaron por ser autónomos ni siquiera tienen derecho a la pensión por desempleo. Algunos se han marchado a Alemania, Canadá, Emiratos Árabes, América Latina y a países emergentes como Brasil. Los que se quedan en el país, la mayoría se ha conformado con reajustar su futuro profesional a nuevos campos de trabajo «on line» como la digitalización, tratamiento de imágenes o diseño de webs. «El lema de que el ladrillo nunca baja resultó ser falso», lamenta Souto. «Los gastos de nuestra profesión son elevados: local, personal, seguro de responsabilidad civil, inscripción en el Colegio de Arquitectos, maquinaria como ordenadores, plotter, mesas de dibujo...». Los otrora flamantes arquitectos casi se compadecen de sí mismos.

Sin trabajo en España
Otro arquitecto, de 35 años, que prefiere no dar su nombre, caminaba hacia un futuro brillante. Terminó la carrera en 2003. Viajó a Milán. Allí trabajó para un estudio. Es creativo, moderno, con multitud de ideas, original... En España se multiplicaban las ofertas y decidió volver. Fue un error. El panorama había cambiado. «He pasado de vivir en mi casa, que compré con mucha ilusión, a alquilar una habitación de 11 metros cuadrados», afirma, «y aun así, debo agradecer a mis jefes por darme trabajo. Soy un privilegiado». En el poco tiempo libre que le queda a la semana, intenta salir adelante desarrollando un sistema de casas modulares (Nmasuno), con otro compañero al que despidieron hace dos años de otro estudio. «Son viviendas realizadas en taller que reducen tiempo en su ejecución, resultando así más económicas. Pueden ir ampliándose con el tiempo según las necesidades del propietario», expone con decenas de fotos y diseños en teléfono, ordenador y papel. «Ni siquiera salgo los fines de semana. Dedico todo el tiempo al proyecto», reconoce mientras abandona su mesa de trabajo, en el centro de Madrid. Parece cansado. «Me han bajado el sueldo en dos ocasiones», dice antes de emitir un largo suspiro.

«Me gustaría no trabajar para otros, que se me conozca, que se sepa lo que hago. No quiero dinero, quiero respeto», añade. Las circunstancias no son mejores para los veteranos. «Estamos con el agua al cuello», cuenta el arquitecto Santiago García desde Valencia, después de casi 30 años en la profesión. «Construimos más de la cuenta y ahora pagamos las consecuencias», reconoce. En la costa mediterránea, la realidad es trágica. Cientos de viviendas están desocupadas. «Todos querían una segunda residencia en la playa. Ahora no pueden pagarla, no se vende, ¿y qué hacemos?». Los ingresos rodaron cuesta abajo. «Ahora gano diez veces menos», resume mientras culpa a todos los participantes en el proceso especulativo: «Los compradores pagaban más, los empresarios subían los precios, los constructores también, los políticos miraban a otro lado... El espíritu de ganar más y más se apoderó de mucha gente». Por otro lado, la normativa para construcciones de primer uso se ha endurecido. Las leyes actuales, cuenta García, «son para volverse loco».

Más por menos
El código técnico exige más responsabilidad en cuanto a condiciones de habitabilidad, ruido, incendios, eficiencia energética... En este sentido se pronuncia también el arquitecto madrileño, Luis Palacio, con más de 40 años de ejercicio profesional. «Me han llegado a pedir casas feas para que no se cataloguen como protegidas», dice con un punto de exageración. «Si se consideran de gran valor artístico, los políticos las protegen y uno no puede ni cambiar una tubería sin arruinarse», agrega para ilustrar las exigencias normativas. «Se ha cambiado calidad por cantidad», sintetiza Palacio más serio. Los clientes actuales, quizás golpeados por la crisis económica, piensan sobre todo en abaratar costes. «La consigna es más por menos», sostiene Palacio, para llegar a mencionar el desprestigio de la figura del arquitecto, menos práctico, y el auge del constructor, más adaptable al bajo presupuesto, con la incorporación de mano de obra barata, en gran proporción extranjera.

Los arquitectos coinciden en dos trabas importantes para ejercer su trabajo: la lentitud para llevar a cabo el correspondiente papeleo («para cada gestión, se tardan hasta semanas») y cierto trapicheo a la hora de otorgar los concursos públicos. «Es un desmadre: muchos están dados, otros no se cobran y algunos, aunque se presenten doscientos proyectos, quedan desiertos», explica la arquitecta Celada. «Es que no se mueve dinero», añade Souto, su compañero de carrera: «Los bancos no dan créditos. Los que tienen algo, no gastan. El inmovilismo es total». En los últimos meses, el madrileño ha encontrado un filón («para llegar a fin de mes») en la rehabilitación de fincas. Una posible esperanza laboral. Estos días dedica su tiempo a la remodelación de un edificio en el barrio de Lavapiés. La vivienda tiene más de 100 años. La comunidad de vecinos debe aceptar las mejoras pero nadie quiere gastarse lo mínimamente imprescindible. Las subvenciones se otorgan en la mayoría de los casos, «pero no acaban de llegar».

No hay solvencia económica y las consecuencias negativas resultan evidentes. «Si los honorarios son bajos no se puede viajar a la obra, ni supervisarla correctamente,... se resta calidad y seguridad», sostiene Souto, que sueña con poder realizar sus proyectos de arquitectura bioclimática (menos consumo, más respeto a la naturaleza). Sobre el papel de los responsables políticos municipales, Juntas y otros organismos públicos, los arquitectos muestran desde reserva hasta indignación. Mencionan amiguismo, chantaje, abuso de poder. «Algunos ayuntamientos son grandes especuladores: recalifican a cambio de enriquecimiento personal y favores a otros», acusa Palacio.

«La situación no es dramática, es peor», resume. «El número de licencias cayó en picado. Dicen que han visto un arquitecto en la cola de Cáritas», asegura Palacio, que empleó en 1990 hasta 14 arquitectos. «Ahora somos uno y medio: mi ayudante y yo», ilustra. En el Colegio de Arquitectos de Madrid se está debatiendo la creación de una asociación de ayuda como en los años 40. «Es economía de guerra, de supervivencia», zanja el arquitecto, que, medio en broma medio en serio, dice sobrevivir gracias a su mujer, propietaria de una farmacia.